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OPINIÓN | Ponderando a los jóvenes | Salvador García Llanos

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En medio de la violencia, también hay episodios de sensatez. Y si los protagonizan los jóvenes, mejor. Se podrá ver una imagen de alguien quemando un contenedor o rompiendo la luna de un escaparate. Pero si después se ve otra de alguien que confiesa ser hijo de una operaria del servicio de recogida domiciliaria de residuos reponiendo mobiliario urbano, se aprecia el contraste y pone de relieve, incluso, las injustas generalizaciones.

Los jóvenes son un desastre. No, no: los jóvenes también construyen y dan ejemplos de civismo.

Así ocurrió en ciudades españolas durante el pasado fin de semana cuando el miedo a la pandemia se envenenó con las escenas de alboroto y destrozos derivadas de una protesta por medidas que beneficiaban a la colectividad. Señales de una sociedad enferma, Pero también saludable cuando tras el desastre y la barbarie aparece el comportamiento constructivo. A limpiar, reponer, ordenar… contribuir a que los espacios públicos, principalmente, recuperen su estado natural y puedan ser disfrutados por todos.

Un diez para esos jóvenes que demuestran que no todos son iguales, que se resisten a ser estigmatizados, que acreditan razones para seguir confiando en su quehacer y en su lado positivo, que lo tienen. Bueno que mantengan la cordura, que respeten cánones elementales de convivencia, que hagan uso de los valores que distinguen el respeto y la tolerancia. Esa respuesta suya a la intransigencia y a la violencia es una forma también de expresar la crítica a los radicalismos, al romper por romper, a los desmanes probablemente infundidos por quienes se conducen de forma irresponsable desde diferentes tribunas: los nocivos inductores del mal.

Han entendido que esta no es la hora de la algarada incontrolada sino de la aportación social positiva. Ya se ha escrito que la violencia es la vía equivocada, un error mayúsculo, para discrepar de medidas de interés colectivo –algunas inevitables- o intentar poner fin a un estado de cosas que mucho tiene que ver con la salud de las personas.

Esos jóvenes han dado un ejemplo y demuestran que todavía hay esperanzas. Casi nos estremecemos y aumenta nuestro temor cuando preside el desmadre. Debemos sentirnos más gratificados cuando el hijo de una operaria pública, junto con amigos y compañeros, dice a la cámara que venimos a ayudar, que este espacio es de todos y todos debemos esforzarnos para mantenerlo en el mejor estado de uso.

Y hay que ponderarlo, claro. Porque todos los jóvenes, como colectivo, no deben ser descalificados ni vituperados. Una sociedad se construye y se fortalece con sensatez y con valores que hay que enseñar y practicar. Cuando esa sociedad atraviesa una etapa difícil, incierta y controvertida, cuando está expuesta a tantos riesgos y a tantas quiebras, cuando no funcionan bien sus resortes de convivencia, esas conductas –también por inusuales- deben ser respetadas y ponderadas: son una ventana abierta a horizontes más despejados y menos sombríos. No se trata de ponerse más moralistas. Sí de apelar a comportamientos cabales y consecuentes.

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