Para quienes tienen prejuicios será difícil entender esta crónica. Yo les animo a que se desvistan de su traje de hipster, de su mirada de moderno que camina diez centímetros por encima del suelo, de sus barbas tristes y sentimientos asépticos, de sus verdades absolutas sobre lo que debe o no debe escucharse, sobre lo que es moderno o no, y se lancen a reconocer a un genio situado por encima de las modas y los convencionalismos. Aunque, si no quieren hacerlo, tampoco pasa nada. A Raphael no le hacen falta más acólitos. Los tiene y son legión. Pero es una pena que alguien, cegado por un prejuicio, no se dé una oportunidad a sí mismo de conocer la pasión por vivir encima de un escenario, de comprobar in situ por qué ser ‘raphaelista’ es más que un mero fenómeno de fan viejuno; por qué sus seguidores son más bien devotos. Yo lo hice, y me captó. No hay vuelta atrás en ese viaje, si te subes, tienes que continuar el trayecto.
Raphael llegó y triunfó. Su paso por Tenerife, tras casi tres años de ausencia, colgó el cartel de “sold out”. Los rezagados, los que creyeron que podían conseguir ‘colarse’ a última hora, llegaban incesantes al vestíbulo del Auditorio de Tenerife. “Señorita, ¿trabaja usted en la organización? ¿No cree que será posible conseguir a última hora una entrada? Yo la pago”. Y así, uno tras otro. La mayoría, señores con corbata o sin ella pero, todos, con una característica común: desolación al comprobar que no iba ser posible disfrutar del artista. Pero los deberes se hacen antes. Y eso lo sabe muy bien el propio Raphael.
Él es el primero que llega al vestíbulo del hotel para coger el transfer que le llevará al aeropuerto y, de ahí, al próximo destino. No necesita a nadie que le avise “Ya estamos todos abajo”, ni que fuera un crío. Pero también es de los primeros en estar en el recinto para echar un vistazo a la instalación, sobre todo si es la primera vez que lo visita. La proliferación de espacios de actuación no lo va a pillar sin saber dónde se mete. Pasea, mira el truss, asiente con la cabeza o comenta con algún asistente algún detalle de la escenografía. Y prueba. Sí, prueba sonido, se va a su camerino y vuelve luego tras los ajustes técnicos para hacer una nueva prueba. Igual parece un detalle nimio, pero se sorprenderían al conocer cuántos artistas dejan a un asistente hacer ese trabajo que puede parecer demasiado tedioso para un nuevo ‘divo’… (así salen algunos conciertos…). Raphael, no. Raphael no considera pequeño ningún trabajo, ningún detalle. Es el paradigma de ese aforismo que dice que la grandeza está en las pequeñas cosas. Y se lee los periódicos para saber qué han dicho de él. Y lee las crónicas y sentencia “este no fue al concierto”. Y seguro que era así, que la crónica que leía la hizo algún pobre redactor sin tiempo de acercarse a disfrutar y al que se le dictan por teléfono los temas y las evoluciones para que pueda hacer un trabajo digno…Pero a él no se le escapa.
Esas son las cosas que hacen grande a Raphael. Eso, y no considerar ninguna plaza pequeña, el darse, el entregarse, el saberse más querido cuanto más artista; el necesitar como el aire el aplauso del público; el agradecer con su generosidad interpretativa cada euro invertido en esa entrada; el vivir por y para su público sin concesiones a la impostura, siendo él siempre, reinventándose, renaciendo, dominando con su presencia menuda todo el escenario, siendo él el centro de las miradas. Por eso, cuando Raphael sale al escenario hay una catarsis, y todos a una se desgañitan, se desuellan las manos aplaudiendo hasta el menor gesto, como cuando se quita la corbata o la chaqueta, y es imposible permanecer indiferente a esa comunión que existe entre el artista y su público, una fusión irremediable que devuelve al mundo, una vez acabado ese concierto, a otra legión de incondicionales, algunos nuevos, otros antiguos, deseando volver a disfrutar cuanto antes de otras dos horas y media más de concierto.
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