Casi 20.000 personas lograron llegar en lo que va de año a Canarias saltando desde las costas del Magreb y el Sahel. De ellas, continúan en el Archipiélago menos de la mitad, de las que 5.500 se encuentran hospedadas en un total de 17 hoteles, algo más de mil en centros propios, 600 en el muelle de Arguinegín y alrededor de medio millar en el campamento provisional montado en Barranco Seco.
Para hacer frente a las próximas llegadas, el Gobierno de la nación espera crear este año más de 5.000 nuevas plazas, a sumar a las 1.100 ya existentes. De esas plazas, la mayoría –3.250– estarán en la isla de Tenerife, una parte considerable de ellas en cuarteles y campamentos de La Laguna. Mientras se resuelve lo de las plazas, los emigrantes liberados se moverán con libertad por las islas, pero no podrán desplazarse a la península.
La primera pregunta que hay que hacerse es en base a qué criterio una persona que ha entrado de forma irregular en España puede moverse por Canarias, pero no a otra parte del territorio nacional. Al parecer, se trata de una instrucción del Ministerio de Interior, amparada, en exclusiva, en los santos bemoles del ministro Marlaska, que ha dejado meridianamente claro que no va a permitir la dispersión de los emigrantes por el territorio nacional. Es una decisión nueva: si a Canarias han llegado más de 19.000 inmigrantes en este año y aquí siguen sólo 9.000, la pregunta obvia es: ¿Dónde están los que no están? Sería ridículo pensar que 10.000 personas han sido eficiente y silenciosamente repatriadas a la chita callando a sus países. Lo probable es que un enorme porcentaje de los 10.000 que ya no están aquí anden por la península o hayan llegado ya a Francia.
Lo que está haciendo Marlaska es adelantándose a la nueva política europea, en vez de pelear por incluir la frontera sur atlántica en la agenda migratoria de la Comisión. Si este pacto que sustituye al de Dublín se aprueba sin modificaciones, si España y Grecia lo firman, Canarias será –de verdad, sin demagogias ni exageraciones– el territorio de espera para devolver a los inmigrantes a sus países. Estarán aquí durante ocho meses, tirados en la calle –ya lo hemos visto–, cada vez que se produzca el colapso de la acogida. Si se mantienen las cifras de llegada, la región se va a convertir en un auténtico polvorín. Con los encargados de protegerlo mirando para Cuenca.
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