FIRMAS

El fin del mundo. Por Irma Cervino

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Cuando una noche de luna llena Albano le dijo a la mujer que años más tarde se convertiría en su esposa que con ella iría al fin del mundo, no se imaginó la trascendencia de sus palabras. Treinta años después de aquella inocente promesa se encontraba sentado frente al volante de su Ford Ranger bajo una lluvia imponente, tragando kilómetros sin rumbo fijo. A su lado, Luminosa. Detrás, dos maletas y un secador de pie.

El limpiaparabrisas trataba de arrinconar las gotas de lluvia diseminadas por el inmenso cristal de la furgoneta y eso le hizo recordar a don Lucas, el viejo profesor de la escuela cuando, a pesar de su cojera, corría detrás de los niños para que entraran en clase. Una gota rebelde logró escaparse de aquellas varillas de goma y Albano se vio a sí mismo zafándose de los brazos del profesor.

secador pie

Después de tres años, dos días, cinco horas y siete minutos en la carretera, Luminosa empezaba a dudar de que su marido supiera realmente dónde estaba el fin del mundo al que había prometido llevarla. En todo aquel tiempo ella había hablado tanto que Albano pensaba que ya no le quedaban más palabras dentro pero aquella mujer de cabello dorado en forma de nube de algodón tenía una reserva inagotable y cada doce minutos iniciaba una nueva conversación.

– ¿Te acuerdas de la noche de luna llena que me dijiste que me amabas?
– Sí, claro- respondió Albano sin dejar de mirar a la carretera y temiendo la siguiente pregunta.
– ¿Te acuerdas de cómo iba vestida?

En ese momento, Albano deseó ser una de las gotas del cristal y recibir el impacto mortal del limpiaparabrisas. Hacía más de treinta años de aquel “»te amo»”. Se sentía incapaz de recordar qué vestido llevaba su mujer pero sabía que una respuesta fallida tendría más consecuencias que la que le dio al viejo profesor cuando le preguntó quiénes eran los Reyes Católicos.

– Ibas muy guapa- resolvió y Luminosa pareció contentarse pues se atusó el pelo y se buscó en el reflejo de la ventanilla.

Por suerte, esta vez había escapado bien pero no había que bajar la guardia. Estaba seguro de que volverían a caer más preguntas trampa durante el trayecto.
Albano se quedó enamorado de Luminosa en el mismo momento en que la vio brillar bajo aquella majestuosa luna. Fue un auténtico flechazo. Con los años, ese amor había ido evolucionando a una especie de cariño-respeto-aguante. Muchas veces, cuando discutían, él se preguntaba por qué aquella maldita flecha no le habría atravesado el corazón hasta matarle pero, por las noches, al sentir su respiración serena, volvía a enamorarse de ella.

Fue un martes por la tarde cuando, al llegar a casa, se encontró las dos maletas en la puerta. Lo primero que pensó fue que Julito había regresado y lo siguiente, que Luminosa le decía que se iba de casa. Ni lo uno ni lo otro.

– ¿Qué hacen estas maletas aquí?
– Nos vamos a cumplir tu promesa- le respondió ella desde el otro lado del pasillo.
– ¿Qué promesa?

Luminosa llegó al salón arrastrando un secador de pie y colocándolo junto a las maletas.

– ¿Recuerdas cuando me dijiste que te irías conmigo al fin del mundo? Pues eso.

Esa misma tarde, Albano entendió el alcance de aquella frase que, sin medir las consecuencias, había pronunciado, embelesado por los ojos de color cielo y el cabello dorado de su amada. Pero los años habían hecho su trabajo y, ahora ya no encontraba las perlas celestes en su mirada y su larga melena se había convertido en una esponja amarilla que sobrevivía gracias a aquel secador de pie que ella había escogido como equipaje irrenunciable junto a las dos maletas para el largo viaje.

A su edad, tres años en la carretera en busca del fin del mundo se hacía realmente agotador. Muchas mañanas, cuando sus huesos se despertaban anquilosados tras una larga noche de insomnio en el sillón-cama de la furgoneta, sentía el impulso de tirar la toalla, de enfrentarse a su mujer y decirle: “Lo siento, no puedo cumplir mi promesa”. Albano no se arrepentía de haber pronunciado aquella frase y si, alguna vez, encontrara de nuevo a aquella mujer a quien le prometió el fin del mundo, volvería a decirlo. Pero ella ya no estaba.

Llevaba varios días lloviendo y la humedad había hecho estragos en Luminosa que evitaba mirarse en la ventanilla sabiendo lo que se iba a encontrar en el reflejo del cristal. Vivía obsesionada con su pelo y lo cuidaba como si fuera un gato, con todo tipo de mimos y cariño. En los primero años de matrimonio, Albano llegó incluso a sentir celos cuando la veía acariciándose la melena con una sensualidad que nunca había empleado con él. Durante un tiempo, la rabia que le despertaba aquella perturbación anímica le hizo actuar de manera enfermiza y muchas veces se vio espiándola en el baño mientras se peinaba. «“¡Basta! Sé que me engañas con él”», pensó decirle un día pero prefirió pedir ayuda a un psicólogo amigo. Logró superar aquel bache aunque, en realidad, lo que hizo fue acostumbrarse a que su mujer tuviera ‘otro’”, así que cuando ella preparó el viaje en busca del fin del mundo, a él no le importó que junto a las dos maletas también insistiera en llevarse el secador de pie.

Don Lucas no dejaba de mover los brazos de un lado a otro del cristal. Después de tantos días lloviendo sin parar y sin rumbo fijo, Albano no sabía en qué momento los limpiaparabrisas se habían convertido en el viejo profesor que se esforzaba por que todos volvieran a clase. Pero su recuerdo, le daba fuerzas para seguir adelante. Con su disciplina, había logrado hacer de aquellos niños rebeldes hombres de provecho. A los doce minutos, Luminosa le hizo regresar a la realidad iniciando una nueva conversación en la que recordó el día en que nació Julito. Había sido un niño deseado por ella, como todo lo que hacían. Él nunca quiso ser padre. Le daba miedo tener que pasar a ser el tercero en las prioridades de su mujer. Conociéndola se quedaría detrás de su hijo y del ‘“otro”’. Se equivocó. Hasta que Julito no cumplió los dieciocho años y decidió marcharse de casa, Luminosa no contó con su marido. Albano no existía para ella.

limpiaparab

– ¿Has oído lo que ha dicho el niño? Dice que se quiere independizar- le dijo ella loca de llanto.
Ese día, Albano que nunca había podido hablar con su hijo, porque había sido propiedad exclusiva de Luminosa desde su nacimiento, se acercó y le dijo que tuviera cuidado y que fuera feliz.

El indicador de gasolina se encendió. Tendrían que parar en la próxima estación para repostar. Por suerte estaba a menos de dos kilómetros. Tenía ganas de estirar las piernas. Luminosa nunca se bajaba del coche y menos si estaba lloviendo pero siempre le recordaba lo mismo a su marido: «“Pregunta si saben por dónde se llega al fin del mundo”». Como siempre, Albano asentía con la cabeza pero nunca preguntaba. “»El fin del mundo no existe»”, pensaba.

– ¿Preguntaste?- le acosó ella nada más abrir la puerta tras haber llenado el depósito.
– Sí, querida. Pero nadie sabe dónde está. Dicen que sigamos recto.

La noche no tardó en caer y con ella, también los párpados de Luminosa que se quedó dormida en el asiento trasero. Albano no tenía sueño. Durmió todo el sueño que tenía cuando era pequeño. El vaivén de los limpiaparabrisas le evocaron la imagen de su madre cuando agitaba los brazos desesperada, implorándole que se diera prisa porque iba a llegar tarde a la escuela. Cuánto deseaba ahora que aquellos brazos le rodearan.

luna llena

Con la única compañía de la luz de los faros, Albano condujo toda la noche.
Un rayo de sol se coló por la ventana trasera del coche e impactó de lleno en Luminosa que arrugó la cara. Le dolía la espalda pero más, saber qué aspecto tendría su pelo después de dos días húmedos. Se incorporó y se encontró con los ojos de su marido en el espejo retrovisor.

– ¿Por dónde vamos? – le preguntó.
– Por donde vinimos. Estamos regresando a casa.
– ¡Cómo! ¿Y el fin del mundo?
– No sé dónde está el fin del mundo- se atrevió a confesarle. Es más -prosiguió- no sé si existe, pero lo que sí sé es que lo que se termina somos nosotros.

La mujer no entendía muy bien lo que le quería decirle su marido, ni qué le había pasado para cambiar de opinión y regresar a casa.

– ¿Albano, te encuentras bien? -le preguntó, preocupándose sinceramente por él.

El asintió con rotundidad.

– Volvemos a casa, a buscar el principio del mundo. Si quieres venir conmigo, serás bienvenida. Si no, puedes seguir buscando tu fin del mundo.

Aquellas palabras le impactaron más que el rayo de sol que le había despertado minutos antes. Le atravesaron el cuerpo y le arrugaron el corazón. Luminosa no se atrevió a decir nada. Por primera vez no sintió necesidad de atusarse el pelo. Era como si, en ese mismo instante, acabara de conocer a aquel hombre y se sintió atraída, enamorada. Deseó decirle que por él iría al fin del mundo. Y entonces, entendió aquella frase que tantos años atrás él le había regalado.

De vuelta a casa, no llovía. Albano miró por el retrovisor y encontró las dos perlas celestes

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