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Con la ‘Pasión de los fuertes’. Por Eduardo García Rojas

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Entre los méritos de Daniel León Lacave se encuentra que es uno de los pocos directores canarios que se atreve con un género tan difícil como la comedia.

Claro que no sé si lo que pretende Lacave es hacer comedia, ya que sus experiencias en este territorio más que provocar risa genera sonrisa. Una sonrisa cómplice porque el cineasta que forma parte de esa cuadrilla que insiste en la levedad de su cine –no sé porqué, pero me los imagino a todos ellos enarbolando esa bandera como los marines en la cima del monte Suribasi en Iwo Jima–  saca lo mejor que tiene dentro al mirar con ironía la relación de amor-odio que mantiene, precisamente, con el cine.

Desde que nació como espectáculo de feria, el cine ha marcado a generaciones de espectadores que no podrían entender la vida sin las películas. Sin embargo a mi, últimamente, ver cine me está aburriendo bastante.

Supongo que como a muchos espectadores, cada vez me entra más la pereza por seguir las novedades que semana tras semana se estrenan. De hecho, si las veo es meses después y en la acogedora soledad de mi cueva en formato dvd con la agradable sensación de que no me perdí nada gastando el escaso puñado de euros que aún me queda en la cuenta corriente.

Con el paso de los años, y mientras cada mañana descubro frente al espejo un yo algo más deformado por la edad, me he dado cuenta que el cine que consumo ya no me provoca las mismas sensaciones que recibo cuando leo una novela.

Ya he contado que últimamente veo en casa películas en avance rápido porque, damas y caballeros, la mayoría de ellas me aburren. Así que voy menos al cine porque como no tengo el mando a distancia en una sala, y rodeado encima de otros espectadores, asistir a una sesión se está convirtiendo en algo así como una pesadilla.

Me pongo a pensar en otras cosas mientras mi vista hace que está clavada ante la pantalla por lo que ahora espero que, por Dios, cuanto antes termine la película mejor y no que no acabe como sí me sucedía antaño, cuando entre mis aficiones favoritas estaba la de acurrucarme en posición fetal en la incómoda butaca de la sala oscura.

He llegado por eso a la conclusión que en estos días sin gloria mi refugio está en los libros. Solo a través de ellos encuentro respuestas, y muchas veces incluso –también lo he contado, luego soy una especie de abuelito Cebolleta– demoro adrede su lectura con el único objetivo de que dure.

Estas ideas me la suscita la pieza Las ovejas nunca vienen solas, de León Lacave, un corto que sube a su Facebook (1) y que despertó en mi conciencia dormida aquellos tiempos en los que yo también fui cinéfilo, aunque el personaje que me encontré en esa parte hoy recuperada de mi memoria tiene poco o nada que ver con mi presente.

No obstante, que esta simpática pieza me haya hecho rememorar un tiempo perdido, no una busca de un tiempo perdido, pone de manifiesto que Lacave sabe hurgar inconscientemente “en una memoria donde ya no quedan recuerdos”, citando a mi maestro míster Arkadin.

En contra de los personajes del cortometraje, llevado al extremo porque se trata de una pieza aparentemente intrascendente pero que tiene más profundidad de la que parece, nunca me peleé con otros por defender el cine que me gustaba y que aún me sigue gustando, pero sí que tuve que soportar ovejas que nunca vienen solas por algo que en aquel momento vendían como cine de autor y con el que yo me castigaba por las cosas del amor.

Mientras quien les escribe prefería ver Pasión de los fuertes (1946) de John Ford, un cineasta al que la progresía había puesto en la picota porque era norteamericano, facha y tuerto, otros me animaban a que descubriera la poética de un cineasta de nombre impronunciable cuyo mayor logro era no contar absolutamente nada en una hora, hora y media o dos horas.

– Tú déjate llevar por la imágenes y olvida a ese fascista que se hizo famoso masacrando indios en el cine….- me decían como quien no quiere la cosa.

La historia, afortunadamente, no les dio la razón. Porque no dejo de poner en mi gastado dvd Pasión de los fuertes. Del otro director, ni me acuerdo. Pero cosas de la edad, digamos que le he perdonado porque el tiempo lo cura todo.

En la cinta de Lacave dos amigos presuntamente cinéfilos llegan a las manos por Amenábar y Kiarostami. En la pieza, se le ha cambiado alguna letra al nombre del cineasta iraní… Clave, por otro lado, para entender el título del corto: Las ovejas nunca vienen solas, aunque tiene más miga. O lecturas en lo que unos podrán señalar como simpático ejercicio de estilo rodado entre amigos y para que sea visto solo por amigos, y que a mi juicio trasciende ese círculo perverso en el que suele incurrir todas las modestas producciones de los levelistas.

El caso es que miro Las ovejas nunca vienen solas y sonrío. Y también, ya dije, porque me retrotrae a un tiempo en el que el cine me parecía uno de esos amores que nunca me traicionaría.

Como pasa en las mejores familias, me equivoqué. Porque el cine, el cine que llega a las pantallas y que repesco en ediciones piratas o alquilándolo en vídeo clubes, ya no me provoca aquel chispazo de nieve, esa luz cegadora que sí me erotizaba antaño.

Me quedan, claro está, los títulos de siempre. Los que me conmovieron y aún continúan conmoviéndome. Los que pertenecen a la estirpe de Pasión de los fuertes.

Y es que aquellas películas sí me hablaban. Tanto, que todavía continúan hablándome. Casi, casi, con las mismas palabras de un libro que me atrapa, me abduce, que logra lo imposible en estos tiempos desesperados en los que me encuentro.

Hace mucho, muchísimo tiempo y una de las épocas más catastróficas de mi existencia, un escritor considerado por casi todos un mediocre me ayudó a salir del abismo.

No he vuelto a leerlo pero su mano salvadora, la que me rescató del foso estuvo ahí.

Su nombre: H. Rider Haggard.

En la misma época, y en una sala de reestreno madrileño, un cineasta fascista y tuerto hizo lo mismo.

Pasión de los fuertes.

Así que debo de darle las gracias a Daniel León Lacave.

Ha conseguido que vuelva a verme en el espejo. Y a recuperar un pasado que creía enterrado en lo más recóndito de mi cerebro.

Y si bien la experiencia no ha terminado a cachetadas, me ha enseñado a entenderme un poquito mejor.

Ya ven. Todo por un corto intrascendental.

 Bueno, digamos que aparentemente intrascendental.

(*) En la imagen Henry Fonda como Wyatt Herp y al fondo Linda Darnell como Chihuahua en Pasión de los fuertes.

(1) No enlazo el cortometraje al estar en el Facebook de su autor.

Saludos, les dejo que me voy a ver Centauros del desierto, otra del facha tuerto que solo liquidó indios en el cine, desde este lado del ordenador.

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