FIRMAS

La felicidad era eso. Por Irma Cervino

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Que su mujer le dijera que ya no le quería cuando sonó la última campanada de la noche de fin de año no era la causa de su tristeza. Que lo hiciera con las doce uvas en la boca y delante de toda su familia, tampoco. Lo que realmente le dolía es que el argumento fuera que ya no le hacía feliz. Podía haberle echado en cara que nunca hacía la compra o las camas, pero aquello le atravesó el alma y evocó un sufrimiento parecido al que le causaron las púas de aquel erizo de mar que un verano de hacía veinte años se le clavó en la planta del pie.

Después de cuatro días sin saber de ella, la casa le parecía infinita sin su voz y sin el murmullo de sus pasos arrastrados por las zapatillas rojas. Echaba de menos su olor en la toalla de las manos del baño y pensaba que, entre aquellas cuatro paredes, había demasiado aire para tener que respirarlo todo él. Se dio la vuelta en la cama, abrió los ojos y miró el reloj. Eran las siete y cuarto. Dejó caer los párpados, estiró el brazo y empezó a buscarla con la mano entre las sábanas pero aquel lado seguía frío y vacío como su corazón.

El cuerpo le pesaba tanto que, cuando se levantó, pensó que se sus huesos se habían convertido en hierro. Sintió el impulso de abrir las cortinas pero perdió las fuerzas y las ganas al recordar que el día anterior, al hacerlo, el sol le había recibido con una cachetada en toda la cara, como si le estuviera regañando por no haber sabido hacer feliz a su mujer. Pero ¿qué era la felicidad? Avelino nunca se lo había planteado. Se acordó de que la primera vez que oyó hablar de ella fue el día en que le dijo a su madre que se iba a casar con Nancy. “Qué feliz me haces”, exclamó dándole un abrazo tan fuerte que pensó que moriría asfixiado antes de la boda. Si la felicidad era eso, no parecía complicado conseguirla.

Entró al baño y por el aspecto descuidado, creyó que el que se reflejaba en el espejo no era él sino su tío Luciano que, cuando se jubiló, juró que nunca más se afeitaría ni se quitaría el pijama. Pero aquel hombre detrás de la barba era él. Se lavó la cara y se dejó llevar por la inercia hasta el salón. Se acercó a la mesa del comedor donde la noche anterior había dejado una notita con un número de teléfono. Se tiró en el sillón y cogió fuerzas para marcar.

Quitarse la barba le costó mucho menos que quitarse el pijama pero respirar era lo que más le costaba. Aun así, sacó fuerzas y, a las diez en punto, tal y como había quedado, llegó al despacho de Benavides, un antiguo compañero de colegio que trabajaba en el departamento de Objetos Perdidos de la ciudad.

– Pasa, pasa Avelino. Dime ¿cuál es el problema? -le preguntó mientras se quitaba las gafas.
– Verás, mi mujer me ha dejado.
– Vaya, lo siento mucho. ¿Necesitas dinero?
– No, no es eso. Gracias. Lo que necesito es que me ayudes a encontrar algo que he perdido.
– Eso es más fácil de lo que pensaba. Estás en la oficina correcta -y el hombre sin pelo y con un bigote enorme empezó a reírse- Aquí lo encontramos todo. ¿De qué se trata?
– Es la felicidad y no sé dónde ni cuándo se me perdió.

Benavides volvió a coger sus gafas y se las colocó clavando su mirada en Avelino, tratando de evitar que los ojos se cayeran de sus órbitas y tosiendo como si se hubiese atragantado.

– ¿Te refieres a la felicidad.. felicidad?
– Sí, eso de lo que habla todo el mundo. Nancy me dijo que se marchaba porque ya no la hacía feliz. Supongo que en algún momento -que no sé cuál fue- se me perdió. Benavides, por favor, necesito encontrarla -le imploró.
– Yo… esto… Avelino, amigo, aquí no llegan ese tipo de cosas. Encontramos carteras, bolsos, agendas, jaulas sin loros, relojes, billetes, dentaduras postizas… ya sabes cosas normales. No creo que pueda ayudarte. Lo siento -se disculpó quitándose las gafas y empañándolas con su aliento para luego limpiarlas con un pañito de color púrpura que sacó de una de las gavetas de su mesa.
– Entiendo. De todas formas, supongo que si alguien la encontrara no la traería aquí. Se la quedaría. No te preocupes. Buscaré en otro sitio.

Avelino se levantó y volvió a sentir que su cuerpo era de hierro. Ahora incluso hasta su corazón pues creía que ya no latía. Estiró el brazo como pudo y le dio la mano a su amigo. Benavides sintió pena por él pero no podía hacer otra cosa. Lo que le estaba pidiendo era algo complicado y, además, aquel no era el lugar para encontrarla. Lo acompañó hasta la puerta y, justo en el momento en que iba a coger el ascensor, le llamó.

– Espera. Hace tiempo que no bajo al almacén y la verdad es que no sé cómo está, ni que hay. Pasa por allí antes de irte. Yo llamaré a Julián, el encargado, para que te abra la puerta. Echa un vistazo, no sé, igual encuentras algo. Es lo único que puedo hacer por ti.

Los dos amigos se fundieron en un abrazo.
Avelino llegó al sótano y un señor bajito le acompañó al interior del almacén.

– ¿Qué se le perdió? -le preguntó con cara de pena.
– No sé cómo explicarle.
– Inténtelo. Estoy acostumbrado. Mucha gente cuando llama me dice dos datos: “es negro y largo” y, entonces, yo sé que se trata del bastón que encontramos en el banco del parque junto al ciprés.
– Es que no sé de qué color es ni su tamaño y creo que se me perdió hace ya algunos años- le explicó Avelino.
– Entiendo.
– ¿Entiende?

El encargado del almacén se acercó a un pequeño mueble de madera de roble que escondía una nevera. Abrió la puerta y sacó dos cervezas.

– Tome. Le vendrá bien. Verá, eso que usted busca no está aquí. En realidad no está en ninguna parte que no sea ahí dentro -y le señaló al corazón.
– ¿Quiere decir que no se pierde?
– Yo no he dicho eso. Todas las cosas se pierden. Lo que quiero decir es que se pierde en uno mismo. Estoy seguro de que la tiene ahí dentro -le repitió dándole golpecitos en el pecho con el dedo índice- y solo usted puede encontrarla.
– Pero ¿cómo? Si ni siquiera sé cómo es.
– ¿Entonces por qué la busca? -le preguntó después de tragar un buche de cerveza.
– Porque mi mujer me ha dejado. Me dijo que ya no la hacía feliz. En fin, no… no sé porqué le cuento todo esto. Siento haberle robado su tiempo. Ha sido usted muy amable -se disculpó Avelino mientras caminaba hacia la puerta.
– En ese caso, puede que no se haya perdido sino que se haya acabado. Como la cerveza -y le dio el último trago.

Avelino se despidió de aquel hombre pequeño y se marchó cabizbajo. Deseaba llegar a casa, ponerse el pijama y meterse en la cama hasta que la barba le creciera tanto que no le dejara moverse y, entonces, tuviera que quedarse ahí dentro para siempre.

La mañana estaba fría y desapacible, así que decidió acortar camino atravesando el parque central. Era un lugar precioso, lleno de árboles y flores que siempre estaba lleno de gente paseando o haciendo ejercicio y de niños envueltos en risas y juegos. Pero aquel día no había nadie. Hacía un viento tan helado que las hojas tiritaban como si quisieran caerse y buscar abrigo todas juntas en el suelo. En uno de los bancos del camino de piedras, vio a una mujer acostada, encogida y enrollada en si misma, tratando de hacerse un escudo contra el frío. Al pasar a su lado, Avelino la miró con pesadumbre; ella también parecía haber perdido algo. Se le vino a la mente el almacén de los objetos perdidos que acababa de visitar e imaginó que allí, en algún hueco de aquellas repisas, estaría la familia, la casa y el trabajo de aquella mujer.

El aire helado sobre su cabeza le hizo volver a la realidad. La mujer levantó la cabeza y le ofreció una sonrisa melancólica que le llegó al corazón. En ese instante, aunque el cuerpo le seguía pesando, fue consciente de que no era de hierro y volvió a sentir el intenso pinchazo del erizo de mar. Sin saber porqué, se quitó el abrigo, arropó a la mujer y siguió su camino. Aquel gesto, fue como una llama y, aunque se había quedado en mangas de camisa, no sentía frío.

– Muchas gracias señor. No sabe usted lo feliz que me ha hecho -gritó la mujer desde la distancia, envuelta en el abrigo que acababa de recibir.

Avelino se giró y le devolvió la sonrisa. Aquellas palabras rompieron cualquier trozo de hierro que pudiera quedarle aun en su cuerpo y empezó a notar cómo la sangre fluía por sus venas y como el aire que entraba a sus pulmones se filtraba sin problemas. Mientras subía las escaleras de su casa, entendió que no había perdido la felicidad, que siempre había estado dentro de él, encerrada en algún lugar de su cuerpo y que solo tenía que sacarla.

Cogió el teléfono y llamó a Nancy.

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