FIRMAS

Amor incrustado. Por Irma Cervino

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Martín empezó a vaciarse una tarde de verano pero no se dio cuenta hasta diez años después, cuando su mujer se fue de casa. De nada le sirvieron las lágrimas que se le cayeron sobre la alfombra turca de seda que habían traído de su luna de miel en Estambul. Elvira ya tenía las maletas hechas y un taxi le esperaba en la puerta.

Ella se marchó sin decir nada, llevándoselo todo, salvo su olor afrutado que se quedó en cada rincón de la casa y profundamente incrustado en alguna parte del cuerpo de Martín. Por mucho que se afanaba en buscar una explicación racional a la partida de su mujer, no podía entender la frialdad con la que, agarrada a su bolso y mirando al infinito, se fue. Ni siquiera hizo ademán de querer despedirse del que, durante más de veinte años, había sido su marido. Allí lo dejó más desnudo que los armarios.

Durante semanas, trató de superar la angustia y el dolor que le había dejado en todo su cuerpo el inesperado desprendimiento, pero no encontró remedio que le aliviara. Se mortificaba al querer recordar cualquier detalle que le hubiera advertido de que algo le estaba pasando a su mujer. No halló nada distinto a lo que ya había percibido durante los últimos diez años, en los que la extrovertida y risueña Elvira se transformó en una mujer más callada y triste.

Las noches siguientes a su marcha, no pudo dormir. Se trasladó de la cama de matrimonio al sofá del salón. Al menos allí no olía tanto a ella. Abrazado a sí mismo, repasó cada minuto de su vida juntos. Habían sido inmensamente felices o incluso más que eso. Se le escapó una desconsolada sonrisa al evocar el momento en que conoció a Elvira, aquella mañana fría de diciembre. Él andaba buscando un piso en el centro de la ciudad porque quería estar más cerca del trabajo y lejos de las eternas colas de la carretera. Después de varias llamadas, contactó con una inmobiliaria que le ofreció uno al lado del parque, a quince minutos de su oficina a pie. Los ojos de color miel que le esperaban en el comedor de aquel piso vacío eran los de Elvira, la mejor vendedora de la empresa. Nada más verla, Martín tuvo claro que se quedaría con aquella casa y también con ella.

 

 

En apenas seis meses, ya estaban casados y pasaban juntos todas las horas que podían. Les gustaba hablar, contarse cosas, escucharse. Martín se olvidó de lo que era el silencio hasta aquel fatídico día en que, de vuelta del trabajo, encontró llorando a su mujer.

– Elvira cariño ¿pero qué te pasa?

Ella no le contestó ni respondió a sus caricias. Nunca le había visto así y sufría por ello. Decidió no agobiarla. Seguro que se le pasaría. Sin saber cómo, Elvira dejó de ser la alegre muchacha de la que Martín se quedó enganchado la primera vez. Desconocía el motivo de su tristeza, pero confiaba en que sería cuestión de tiempo.

Pasaron dos, tres, cinco, nueve y diez años y su mujer nunca más volvió a sonreír ni a dirigirle la palabra. Martín se pasaba las noches dándole vueltas al motivo de aquella extraña situación en su vida. ¿Qué habré hecho?, se preguntaba, incapaz de encontrar una respuesta. Nunca habló con nadie del asunto y se acostumbró a vivir así, en soledad y cada vez más vacío. No se miraban, no se hablaban, pero él estaba seguro de que seguían amándose.

Hasta la mañana en que Elvira se marchó de casa, Martín no fue consciente de que ella había ido desnudando, poco a poco, los armarios y las gavetas. Se lo llevó todo, incluso las fotografías de los viajes que adornaban la pared de la entrada. No dejó nada, salvo una inmensa y pegajosa pena en su alma. ¿Por qué no te la llevaste también?, gritaba todas las noches a modo de oración, tratando de expulsar tanto desconsuelo, antes de acostarse en el sofá que cada vez se hacía más grande.

Los días se hacían interminables sin Elvira.

Martín había perdido la fuerza, la ilusión, las ganas de vivir y el apetito, aunque tampoco recordaba haber comido en mucho tiempo atrás; tal vez desde aquel día en que la tristeza se apoderó de Elvira y él se reencontró con el silencio.

Semanas después, la puerta de la casa volvió a abrirse.

-¡Elvira cariño, has vuelto!

Ella no le miró. Pasó de largo hasta la habitación y regresó con algo entre las manos que guardó con delicadeza en su bolso. Sin despedirse se marchó de casa otra vez.

– Espera, no te vayas. Hablemos, por favor. Necesito una explicación –le gritó sacando fuerzas desde lo más profundo de su cuerpo horadado pero ella se fue tan fría como la primera vez.

Completamente loco, Martín salió detrás de ella. La vio subir a una guagua y corrió desesperado pero había demasiada gente y no pudo alcanzarla. La siguió a distancia y pudo ver que se bajaba en la siguiente parada. Elvira caminó a paso ligero y entró en un inmenso parque donde atravesó un pequeño sendero cubierto de árboles hasta que, por fin, se detuvo.

Una delicada brisa pareció pedirle permiso para acariciar su rostro. Ella cerró los ojos y abrió el bolso donde guardaba lo que minutos antes había cogido de su habitación. Lo agarró con fuerza y lo apretó contra su pecho. Martín había logrado darle alcance y se detuvo a su lado. Volvió a gritar su nombre pero ella seguía sin mirarle. Se dio cuenta de que sus ojos estaban húmedos. Elvira estaba llorando.

Entre sollozos, se arrodilló y depositó el pequeño objeto sobre una lápida blanca. Martín se inclinó y se sobrecogió al comprobar que aquello tan diminuto era la cajita donde guardaba el corazón escarlata que le había regalado el día que le dijo que quería pasar el resto de su vida con ella.

“Te quiero” –susurró Elvira entre lágrimas y besó la lápida que llevaba incrustado el nombre de Martín y la fecha de diez años atrás.

El vacío lo envolvió por completo y Martín, etéreo, solo pudo decir: “Lo siento cariño”.

 

Ya no volvió a verla nunca más.

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