Perdón si repetimos esta idea de la artista chilena Cecilia Anich cuando narra el complejo, espontáneo e impredecible arte de la acuarela, “una verdadera danza con el agua y los colores, que no admite errores ni titubeos”.
Y es que son ya varias presentaciones de las obras de Pedro González, firma Pegonza, en las que hemos ido glosando la evolución de su arte que llega de nuevo al Instituto, en las que procuramos encontrar nuevos matices y nuevos rasgos que pulen la creatividad y el estilo del autor. Es difícil no reiterar algunas de las consideraciones que hemos ido plasmando sobre el seguimiento de su quehacer.
Pero a ver qué descubrimos en esta ocasión. Seguro que hay matices y afanes perfeccionistas que deben ser ponderados. A fin de cuentas los artistas necesitan evolucionar con el paso del tiempo. Ya lo escribió el pintor y grabador austríaco Egon Schiele: “No hay arte nuevo. Hay artistas nuevos. El artista nuevo tiene que ser completamente fiel a sí mismo, ser un creador, ser capaz de construir sus propios cimientos directamente y solo, sin apoyarse en el pasado o las tradición… la fórmula es su antítesis”.
Pedro González, Peri, es uno de esos artistas autodidacta que descubrió en la madurez de su vida que podía recorrer los caminos del arte, por muchas dificultades y por muchos obstáculos que entrañasen. Entendió que, como arte, la acuarela es inmediata, espontánea, cercana a lo verdadero. Es un reflejo interno y del ser, ya que no deja mucho tiempo a la mente, al mismo tiempo, mágica al trabajarla sobre el papel mojado. Es como la vida misma: incierto el resultado. El agua y los pigmentos viajan por el papel creando mundos, efectos y resultados sorprendentes y maravillosos. Es sencilla, pero difícil; sutil, pero compleja; ancestral y vigente, un llamado a maravillarse con ella.
Lo demás, ya se conoce: hoy en día, la acuarela consiste en pintar sobre papel húmedo o seco, diluyendo los colores con agua para lograr mayor o menor intensidad así como transparencias. La acuarela, a diferencia del popular óleo, es una técnica que exige exactitud, minuciosidad y no permite correcciones posteriores. Por lo cual, requiere de innumerables ejercicios y práctica para adquirir un dominio de ésta. Por lo mismo, debido a su grado de dificultad es muy reconocida y apreciada en distintos países europeos.
Pedro González parece seguir fielmente las ideas sobre esta modalidad pictórica que expresara la ya citada Cecilia Anich cuando describiera las características esenciales de la acuarela, un complejo, espontáneo e impredecible arte, “una verdadera danza con el agua y los colores que no admite errores ni titubeos”. Dice:
“La acuarela sobre el papel en blanco inundado de agua por ambos lados, no es más que el suspiro y la emoción previa antes de comenzar el mágico ritual y entrar en una especie de danza que tiene que ser ejecutada de forma azarosamente perfecta. Siguiendo la música del espíritu, para lo cual sólo se dispone de algunos minutos, de lo contrario “bajará la marea”, se secará el papel y no hay más que hacer. El hechizo acabó y ganas todo o nada. Imposible volver atrás, no hay lugar para los errores, no hay lugar para la duda. Hay que ser valiente, controlar la mente y la respiración para dar paso al corazón y los sentidos que te dicen por aquí, por aquí, hasta llegar al ¡Basta! Hay que detenerse y atrapar pronto los colores, para que el exceso de agua no te los vaya a robar y pierdas todo en un segundo”.
Pues aquí tenemos las treinta y una obras seleccionadas por el acuarelista para adentrarnos en la motivación paisajística, urbana o rural, en rincones de recorridos habituales o cotidianos o en contrastados impactos de quietud y temporales marítimos.
González nos ofrece su versión bucólica, con su campiña floreada combinándola con la ornamentación del mismo género de las fachadas y un pajar de La Orotava nos sumerge en el pensamiento solitario e insondable del ciclista nocturnal. Recorre en tranvía la geografía urbana hasta adentrarse en Montmartre, distrito octavo de París, con sus calles adoquinadas, o sea, un guiño para imaginar cómo era la vida durante la Belle Époque; y se rinde ante la torre de la Concepción lagunera, al pie de la calle La Carrera, parroquia matriz de la isla de Tenerife y declarada Monumento Histórico Artístico en 1948.
Pero Peri vuelve a brillar, con colores tan delicados como asentados, mejor dicho: ganadores, al contrastar las formas caprichosas e indómitas del temporal que castiga el Penitente y el acantilado bajo de San Telmo con la quietud reflejada en la pequeña rada del refugio pesquero, donde muy cerca, por cierto, se ubica el monumento a la pescadora que ya forma parte de nuestro paisaje urbano más íntimo. Por eso, lo refeja en otra de las acuarelas de esta colección, a la que también pertenece la dedicada a la playa Martiánez, pues el artista parece empeñado en que la evoquemos tal cual era, haciendo que resurja la visión soñadora, por seguir los propios versos del memorable Sebastián Padrón Acosta:
“Las ondas espumosas de tus blancas riberas
Con mis rizos jugaron y cantan mi niñez.
¡Oh, rizadas espumas! ¡Oh, remotas quimeras!
¡En la playa sonora juguemos otra vez!”
Pues estas son las Acuarelas de Pegonza, título de la exposición que es válida, sobre todo, para asegurar que en cada pintura hay un pedazo de su autor. Los rasgos le delatan. La versatilidad cromática sigue distinguiéndole. El acuarelista que se ha hecho a sí mismo, podríamos decir y al que, vayan ustedes a saber, si esta modalidad pictórica sigue iluminando su asombrosa y provechosa senectud.
Porque hace efectivo el pensamiento del genial artista y dibujante figurativo colombiano Fernando Botero: “Cuando comienzas una pintura es algo que está fuera de ti. Al terminarla, parece que te hubieras instalado dentro de ella”.
Con su estilo, su trayectoria, sus motivos escogidos y sus colecciones, Peri González se ha superado, se sigue superando y se gana, por derecho propio, un lugar destacado en la constelación de artistas portuenses.
Añade un comentario