Se dice frecuentemente que los decisores políticos deben apostar, con convicción, por la participación ciudadana. Valorar su fuerza y efectos positivos en la sociedad. Promover la habilitación de canales, espacios, plataformas y redes. Pero no nos engañemos: a participar se debe aprender, y el apoyo que deben prestar las asociaciones a las instituciones para la puesta en práctica de programas formativos de participación ciudadana es indiscutible. Y para lograr esta organización y trabajo en red, la implicación del tejido asociativo en el diseño de las políticas públicas para la ciudadanía debe pasar de lo ideal a lo fáctico a la hora de contribuir al desarrollo de la participación ciudadana. Ese es el verdadero reto que debemos asumir todos.
Hablemos del rol que desempeñan las asociaciones hoy en día. Sólo en Canarias figuran registradas veintiséis mil asociaciones, que en los próximos meses se verán afectadas por las mejoras y actualizaciones de una nueva ley canaria de asociaciones que incorpora una visión mucho más globalizada, ágil, igualitaria e inclusiva de la relación del tejido asociativo con la administración. Lejos quedan los matices sesgados de la antigua ley estatal de asociaciones, promulgada en 1964, que ya desde su primer artículo limitaba al asociacionismo y sus fines, refiriéndolos a la Ley de Principios Fundamentales del Movimiento. Con esta premisa no fue posible que el otro movimiento, el vecinal, pudiera constituirse realmente antes de la llegada de la democracia. En esos años 70 las asociaciones vecinales procedían mayoritariamente de movimientos colectivos de ámbito urbano, pero también rural, que nacieron para dar respuesta a la necesaria ayuda mutua o autoayuda, si se prefiere, de los colectivos más arraigados a los entornos de estrecha convivencia. Una ayuda que hasta entonces el Estado no se había ocupado de ofrecer, o al menos no con plenos derechos y garantías. Tiempos confusos, en los que los más antiguos recuerdan todavía aquellas primeras asambleas de vecinos, observados por el policía nacional de turno, donde paradójicamente ya la asamblea tenía reconocido el derecho a votar. Mucho ha cambiado desde entonces, afortunadamente para todos.
A medida que avanzamos en los primeros años de nuestra democracia, las asociaciones pasaron a tener un papel relevante en su contribución al estado del bienestar, hasta el punto de llegar a recibir las ayudas y subvenciones para sus actividades. Con el tiempo, su papel se afianzó hasta engrosar con estas acciones buena parte de los programas sociales elaborados por las instituciones. Un esfuerzo que hoy en día requiere que las asociaciones también tengan capacidad de autocrítica para asumir mejoras en su funcionamiento y plantearse cuál es su papel en un tiempo caracterizado por un modelo de gestión pública cada vez más digitalizado.
Uno de los principales retos del asociacionismo del siglo XXI reside en la fortaleza de su base social, junto con la capacidad organizativa y su poder de incidencia en las políticas sociales. Actualmente, la visibilidad de la problemática social de algunos grupos vulnerables se palpa gracias al impulso de los colectivos sociales, siendo fundamentales para la concienciación de la sociedad y para el avance normativo, cuya mejora debe promoverse desde las propias instituciones. La relevancia de las asociaciones puede explicarse, entre otras cuestiones, desde su participación reivindicativa en las políticas públicas, porque son el altavoz de acciones llamativas y urgentes a través de redes sociales -o incluso mediante sistemas más tradicionales como convocatorias de prensa-, en asuntos de gravedad como pueden ser los desahucios a familias en situación precaria; la explotación sexual de las mujeres; la protección de los derechos fundamentales de los menores y mayores en situación vulnerable; los derechos de las minorías o el trato digno a colectivos para la prevención de acciones deplorables como la xenofobia o la lgtbifobia, entre otros ejemplos. Unas acciones de alto impacto emocional y de solidaridad con los afectados, promovidas con mucha frecuencia desde el tejido asociativo, que nos permiten al resto de individuos poner foco a situaciones preocupantes y remover nuestra conciencia colectiva. Una vez demostrado el enorme poder de aportación al cambio y mejora de nuestra realidad cotidiana por parte de las asociaciones, la base social de estas entidades debe comprometerse cada vez más con la participación ciudadana facilitada por las administraciones y movilizarse en favor de la necesaria transformación social. Las asociaciones quieren tomar la palabra, y debemos facilitarles los cauces para la participación, incluyendo programas de colaboración en red entre las instituciones que sirvan para favorecer esta energía ciudadana que sigue propiciando adeptos.
El auge del asociacionismo en Canarias es imparable a partir de los años 90, pero ha sido en la última década cuando hemos visto una verdadera explosión de participación ciudadana, con un incremento del registro de asociaciones que se duplica, por ejemplo, en la isla de Gran Canaria. Según el último informe de la Fundación Telefónica El Retrato del Voluntariado en España, entre la población de más de 18 años, más del 42% colabora con alguna organización no gubernamental. Sólo en el Gobierno de Canarias, a lo largo de esta legislatura, hemos incrementado las cifras de procesos participativos de manera muy significativa. En 2020 el número de aportaciones en los procesos participativos normativos fue de 1.523, incrementándolos hasta llegar a los casi 7.000 en el año 2021. Y es que los valores democráticos de la ciudadanía toman impulso desde lo colectivo y la fuerza de las asociaciones se demuestra participando, no queda otra.
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