La capacidad de expresar libremente nuestras ideas es una de las libertades fundamentales para la democracia, que no es viable sin el contraste de pareceres, incluso de ideas controvertidas, expresadas a veces de forma también polémica.
La libertad de expresión no protege sólo las ideas o informaciones que nos son favorables, también ampara a las que nos molestan y ofenden. La verdad es muchas veces poliédrica e interpretable, o fruto de consensos que no todo el mundo comparte. Por eso no se debe abusar del recurso a los tribunales.
En toda mi vida como periodista, sólo he ejercido mi derecho a demandar en los tribunales en una ocasión. Lo hice desde la convicción de que tenía que hacerlo, y con la duda razonable que se tiene siempre, que es la de si los jueces te darán la razón o no. Aquella vez gané, y he ganado también siempre que he sido demandado por alguna información –¡toco madera!–, y han sido unas cuantas veces: dirigí un periódico durante ocho años, y el director del periódico es responsable de todo lo que se publica en él.
Hay quien piensa que la libertad de expresión ampara la mentira en los medios. No es así: hay hechos que son objetivamente y contrastablemente ciertos. O falsos. Hechos que son verdad o mentira. Y la difusión de mentiras está recogida en el Código Penal –en sus artículos 173, sobre delitos contra la integridad moral; 206 y 209, sobre la calumnia y la injuria; 510, sobre los delitos de odio; y en su generalidad en los artículos 561 y 564–.
También tenemos dos leyes orgánicas que nos protegen de la mentira: la 1/1982, reguladora del derecho al honor, y la 1/1984, que regula el derecho de rectificación. Son las dos principales herramientas jurídicas para defenderse de la falsedad, aunque la justicia es una institución humana e imperfecta: es lenta, y a veces sus resoluciones se producen demasiado tarde.
En un mundo donde la mentira se amplifica en las redes sociales, desde perfiles falsos, la justicia a veces resulta ineficiente y muy costosa. En tiempos de internet meterse en juicios implica no sólo costes económicos por la deslocalización de las emisiones, también un extraordinario desgaste emocional y de tiempo.
Aún así, Salman Rushdie, perseguido durante años por la mentira y por las amenazas de muerte, decía que hay que llamar basura a la basura, porque no hacerlo, es legitimarla. Hoy cedemos con frecuencia a la tentación de no responder a las mentiras, las falsedades, los insultos y el odio de las redes, precisamente porque son basura. Quizá por eso deberíamos responder siempre: y hacerlo no entrando en el juego de las descalificaciones ‘ad hominem’, sino tirando del recurso de la mentalidad crítica y la dialéctica.
Por desgracia, no hay dialéctica que proteja del axioma goebblesiano de que «una mentira repetida mil veces se convierte en verdad». Hay partidos –no necesariamente fascistas– que se suman alegremente a la mentira ajena si eso les conviene, partidos que ponen sus recursos del lado de la falsedad y el linchamiento, hasta el extremo –lo denunciaba Hannah Arendt– de llegar a interiorizar como ciertas sus propias mentiras. Por eso, frente a las tácticas del periodismo basura, la complicidad de política y la cacofonía de las redes, la mejor manera de vencer a la mentira es dejar que la verdad se abra paso. A veces eso requiere de tiempo, tiempo para que las fuentes desmientan en sus informes a quienes las citan, tiempo para que hablen los expertos y –desde luego– para que los tribunales sentencien. En un mundo perfecto, sería ideal dejar a los tribunales hacer su papel. Pero en este mundo nuestro, tan dado a las garantías y los controles, los tribunales suelen llegar tarde. A veces demasiado tarde para impedir que se produzcan las fechorías.
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