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OPINIÓN | Coronavirus: el precio de un mundo sin límites | Thibault Isabel

La Peste | Foto: cedida por ElManifiesto.
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El pasado jueves 27 de febrero, mientras Italia se preparaba para decretar la prohibición de todas las concentraciones públicas y el cierre de todas sus escuelas en varias regiones, las autoridades transalpinas todavía incitaban a los turistas extranjeros a visitar sin miedo sus lugares turísticos. A pesar de los quinientos casos ya declarados de infección por el nuevo coronavirus, Luigi Di Maio declaraba con aplomo: «Nuestros hijos van a la escuela. Si nuestros hijos van a la escuela, los turistas y profesionales también pueden venir». Ya conocemos la continuación de la historia. Conviene recordar que el turismo representa el 13% del PIB italiano y que la obsesión contemporánea por el crecimiento no cuadra con semejante pérdida. Cuando uno es un hombre de Estado responsable, debe respetar cueste lo que cueste la economía. ¿A qué precio, entonces? La contaminación de los turistas tan ingenuos como para creer lo que los gobiernos les cuentan.

De la crisis sanitaria a la crisis económica

En el resto de Europa, la actitud es más o menos la misma. El plan de comunicación del gobierno francés pretende dar una de cal y otra de arena para satisfacer a aquellos que están asustados por la proliferación del virus tanto como a los que simulan vivir con normalidad. Pero, en el fondo, todo ha sido planificado para limitar el impacto económico de la crisis sanitaria. Se dejan las fronteras bien abiertas, se intenta incluso prohibir el derecho de retirada a los empleados de los sectores que no son vitales como el turismo y se limitan los tests de diagnóstico para no provocar la «psicosis».

El personal hospitalario tiene mucho de qué quejarse: varios trabajadores han sido contaminados después de haber tratado casos de neumonía sin precaución porque, desde las altas instancias, se había dado la instrucción de no utilizar esos tests mientras el virus no circulara por el territorio. Sin embargo, ya circulaba. Todo circula en una economía mundializada de librecambio.

No es cuestión de subestimar el impacto económico potencial del coronavirus. Cuando se ve la onda de choque planetaria que provoca el menor freno de los flujos en una zona circunscrita del globo, uno no se atreve a imaginar el efecto de una parálisis masiva de la producción y del consumo a escala de los cinco continentes, y con una duración probable de varios meses. La crisis económica que nos espera traerá con probabilidad más muertos que el virus en sí mismo.

Una enfermedad de los flujos

Pero es difícil sacrificar la contención de la crisis sanitaria en nombre del riesgo de crisis económica. Según los expertos, si no se hace nada para controlar la pandemia, podría afectar al final a entre el 30% y el 50% de la población mundial. Con una tasa de letalidad estimada en el 2%, sería cínico comparar la situación a una simple gripe. Las mentes brillantes dicen que el coronavirus afecta en primer lugar a las personas mayores o frágiles, cuya esperanza de vida residual es, de todas maneras, débil. Pero estamos hablando de, al menos, cincuenta millones de seres humanos, contando con una proporción no desdeñable de individuos en perfecto estado de salud. La mayor parte de entre ellos solo se salvarán porque los Estados no se han quedado sin hacer nada, y porque China ha tenido la valentía de sacrificar su economía para poner el freno a una provincia entera.

El coronavirus es una enfermedad de los flujos. El siglo que acaba de pasar conoció, de hecho, varias pandemias más que en ningún otro siglo del pasado. La peste negra del siglo XIV fue, sin duda, ya importada de Oriente por los mongoles con ocasión de importantes movimientos de tropas, en un contexto de guerras coloniales contra el Imperio genovés, por lo tanto en el marco de un primero movimiento de mundialización. La «gripe española» de 1918-1919 fue también transportada por los ejércitos en movimiento al final del primer conflicto mundial de la historia de la humanidad. Ya no se necesitan guerras hoy para intensificar los riesgos de contaminación; el comercio ya se encarga de ello muy bien, incluso en tiempos de paz  militar.

Aquí, todo tiene siempre un precio. Todo exceso conduce a una compensación mortífera en el sentido opuesto. La mundialización de los intercambios y la sociedad de la hiper-comunicación terminan, esporádicamente, en situaciones de crisis donde los intercambios deben interrumpirse brutalmente para reestablecer el equilibrio. Es lo que estamos viviendo ahora mismo. El precio a pagar de la mundialización lleva por nombre «pandemia». Esta que conocemos no será la última. Cuando se comprueban los estragos causados por la viruela hasta el siglo XIX (30% de letalidad), ¿podemos imaginar qué cataclismo provocaría la aparición de una enfermedad del mismo tipo en nuestra época?

Los peligros de una mundialización sin límites

Hoy en día, es menos costoso enviar a frabricar nuestros medicamentos a China, y viajar al otro extremo del planeta en lugar de ir a doscientos kilómetros de nuestra casa. El ecosistema no está hecho para sostener semejante intensidad de desplazamientos. Las consecuencias se notan en cuestiones como la contaminación atmosférica pero también en términos virales –e incluso, por cierto, en desequilibrios económicos, sociales, culturales. El ser humano se ha convertido en un animal fuera de control, un animal parasitario, por la simple razón de que no está encerrado en un entorno, sino que se libera de cualquier forma de límite. La fantasía de un progreso ilimitado y del crecimiento insensato está llevándonos a un abismo, bajo el efecto de un vasto movimiento de regulación natural que intentará compensar nuestra proliferación irrazonable. La naturaleza no es todopoderosa frente a la desmesura humana, pero tiene medios para defenderse. La primera advertencia acaba de llegarnos.

¿Haremos caso? No hay ninguna seguridad. Es estupendo comprar los medicamentos a buen precio –sin preocuparnos de las condiciones de trabajo de los chinos– o de participar todos los años en el carnaval de Venecia. Es una vida muy agradable, de la que nos costará privarnos. Pero nuestros ancestros eran felices sin ello. Ha llegado la hora de discernir entre los progresos técnicos realmente útiles para el bienestar y felicidad de la humanidad –y hay

Hacia una vuelta del orden natural

En este mundo de flujos ilimitados, de comunicación permanente y de intercambios generalizados, las pandemias nos obligan, durante algunos meses, a vivir en la distancia, el confinamiento y la soledad. Así pues, soportamos un movimiento de péndulo en sentido inverso. Pero ¿quién puede decir que no es ese, en el fondo, nuestro día a día? Aunque las sociedades modernas permiten que todo circule, el anonimato urbano no ha sido nunca tan grande. Aunque nuestros móviles nos conectan con el mundo, no sabemos ya cómo se llama nuestro vecino. La pandemia no hace más que revelar la otra cara de los tiempos modernos: el aislamiento. El punto medio implica que volvamos a aprender el sentido del vecindario. La economía de proximidad, la vida ciudadana local, la acción asociativa, el arraigo familiar: estos valores nos protegen del anonimato, y nos disuaden de ceder a la quimera de un mundo sin límites.

Es cierto que los seres humanos siempre han viajado. Pero el viaje, en tiempos, era un largo camino iniciático a través del mundo, reservado para los más curiosos de entre nosotros. Cuando se inventaron las vacaciones pagadas, no teníamos en mente hacer reventar nuestra huella de carbono en trayectos aéreos de bajo coste. ¿Qué paisajes vamos a descubrir cuando estamos estabulados en clubs de vacaciones en Egipto o en cruceros por la costa de San Francisco o de Japón?

Hemos querido la mundialización, y con ella ha venido al mismo tiempo el individualismo, el calentamiento climático, el dumping social, la igualación de la cultura, el mercantilismo, la guerra por conseguir segmentos de mercado, el terrorismo, la ganadería industrial o la devastación de los suelos sobreexplotados –y ahora tenemos también el SARS-CoV-2. Esta cura forzada de cuarentena va a obligarnos a meditar, como unos monjes en ascesis, sobre el mundo que estamos creando. En unas condiciones dramáticas, tristemente. A pesar de las medidas profilácticas y los progresos de la técnica médica, vamos a perder a seres cercanos. Algunos de entre nosotros no estaremos ya para extraer las consecuencias, que deberían ya ser evidentes. Todo tiene una lógica. El orden natural de las cosas termina por recuperar sus derechos. Y siempre hay un precio que pagar.

 

Fuente: elmanifiesto.com

 

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