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OPINIÓN | A Babor | Segunda vuelta | Francisco Pomares

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Solo nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena. La vicepresidenta Calvo ha propuesto ahora reformar la Constitución para ir a un sistema de segunda vuelta, como el que se aplica en Francia para la elección del presidente de la República. Es un formato con dos votaciones por elección, que obliga a los ciudadanos a decidir en la segunda votación entre dos candidatos finalistas. Eso proporciona una extraordinaria legitimidad al ganador, apoyado siempre por la mitad más uno de los votantes. Lo que no ha contado la señora Calvo es que el sistema de segunda vuelta se utiliza para la elección del presidente de la República, del jefe del Estado francés, que es quien luego elige (no discrecionalmente) a su primer ministro, y selecciona un gobierno que en la mayoría de los casos es resultado -si no se han logrado mayorías suficientes en primera vuelta- de acuerdos, consensos y equilibrios. La historia de la Quinta República está plagada de lo que los franceses denominan episodios de cohabitación entre presidentes de izquierda y primeros ministros de derechas (y viceversa), que obligan a alcanzar compromisos y lograr equilibrios, respetando cada uno su propia parcela.

Modificar la Constitución del 78 -y más hacerlo únicamente con el apoyo de los dos partidos hoy mayoritarios, porque todos los demás, los de la nueva política, los minoritarios, los regionales o los separatistas se opondrían a un cambio que les perjudica- es un despropósito. Las dos etapas de estabilidad política en la España contemporánea -la iniciada con la Restauración borbónica y la iniciada con la Transición, que fue también aunque no únicamente una restauración borbónica- se produjeron gracias a la aceptación general de unas reglas de juego consensuadas entre la mayoría de los agentes políticos y sociales. Una reforma que solo cuente con el apoyo de los dos grandes partidos tradicionales pasaría probablemente factura a la convivencia, y quizá no se sostendría por mucho tiempo. Pero es que, además, es un desperdicio llevar a cabo el enorme esfuerzo que supone reformar una Constitución apenas para resolver un problema creado por el egoísmo de los partidos y sus líderes.

La ausencia de compromiso moral con la nación y sus ciudadanos -eso que ya nadie se atreve a calificar de grandeza- no se resuelve cambiando la Constitución. Se resuelve cambiando a esta fauna de dirigentes ególatras, engreídos e ignorantes que se han instalado en nuestras instituciones e infestan desde ellas de mediocridad, cortoplacismo y mojigatería la vida del país.

Para evitar que dentro de cinco meses tengamos que volver a acudir nuevamente a las urnas (y no es guasa, Sánchez se define a sí mismo como un superviviente, alguien cuyo principal objetivo no es cambiar las cosas, sino resistir), no hace falta cambiar la Constitución. Sería más sencillo que los millones de españoles enfadados con esta situación protestáramos votando en blanco. España no se va a hundir por eso, pero a alguno se le iba a fundir el negociado.

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