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INTERNACIONAL | ¿Se ha acabado en Francia el movimiento de los Chalecos Amarillos?

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EBFNoticias | François Bousquet | elmanifiesto.com  | La extrema izquierda ha recuperado los Chalecos Amarillos después de haberlas despreciado, escribe el ensayista Francisco Bousquet. Si la movilización pierde gran parte de su fuerza, las causas profundas del malestar no se han resuelto.

Su Panteón es la fosa común. Sus Campos Elíseos, una rotonda. Su fiesta en el jardín, una barbacoa. He aquí, resumida a grandes rasgos, la Francia periférica que en el otoño de 2018 entró por efracción en las noticias. Antes de que se vistiera de amarillo casi nadie quería oír hablar de ella. Ya hace treinta años que esta Francia fue arrojada a las tinieblas. Un agujero negro. Millones de vidas en barbecho, enterradas vivas bajo los escombros de las políticas de la ciudad, entre dos eriales industriales, entre dos tiendas cerradas, entre dos granjas abandonadas, entre dos oleadas de inmigración. Un país sumido en lo que Louis Chauvel, uno de los pocos investigadores que, junto con Christophe Guilluy, ha visto venir el movimiento de los Chalecos Amarillos, ha llamado la «espiral del hundimiento social», el hecho social más importante de los últimos treinta años. Sin embargo, este hundimiento social ha pasado casi desapercibido para el país central, dado que la escena del crimen fue despedida a los márgenes hexagonales: desapareció el pueblo, ocultado por las pantallas de radar mediáticas. Resurgió en otoño, bloqueando peajes y ocupando rotondas, el punto nodal de esta periferia, símbolo de su circularidad: se va dando vueltas alrededor de un perímetro de 30 a 50 km, donde todo cerrado, fábricas, tiendas de comestibles, bares.

«¡Bajad los precios y el desprecio!»

Por una vez, no era la calle la que se manifestaba, sino la carretera. Por una vez, no era la ciudad la que se levantaba, sino el campo. Una especie de democracia participativa 2.0 al aire libre. De las redes sociales a las redes de carreteras. Lo nunca visto. En todas partes, el mismo eslogan, más o menos: «¡Bajad los precios y el desprecio!».

En el apogeo del movimiento, un viento de pánico sopló sobre el Elíseo. Es imposible no pensar en la toma de las Tullerías [por los revolucionarios franceses, N. d. T.] o en la huida a Varennes [del rey mártir Luis XVI, N. d. T.], impresas en el imaginario colectivo, dadas las impactantes imágenes de la pareja presidencial perseguida por las calles de Puy-en-Velay, a principios de diciembre, después del incendio de la prefectura. En aquel momento el motín amenazaba, para muchos, en convertirse en un gran incendio colectivo, y la revuelta en una revolución. Pero el movimiento se fue gradualmente deshaciendo a causa de su naturaleza eruptiva y febril, al mismo tiempo popular y populista.

Hay que decir que la respuesta del Gobierno estuvo a la altura de la ola amarilla. Cada fin de semana, unas 80.000 fuerzas policiales se movilizaban filtrando estaciones de tren y peajes a las puertas de las principales ciudades ahogadas en espesas nubes de gases lacrimógenos, el uso de polémicas LBD, una sobreabundancia de detenciones, desalojos de rotondas en medio de inmensas broncas, e incluso lesiones de guerra, según algunos médicos.

Resultado: entre el último trimestre de 2018 y el primer trimestre de 2019 se produjo una mutación del movimiento. De un año para otro, ya no eran los mismos lugares de protesta, ni los mismos manifestantes, ni las mismas opciones políticas.

Entre el último trimestre de 2018 y el primer trimestre de 2019 se produjo una mutación del movimiento. La extrema izquierda se metió en el corazón de las manifestaciones.

La extrema izquierda se metió en el corazón de las manifestaciones: la misma extrema izquierda que hasta entonces había considerado a los chalecos amarillos como la expresión de un despreciable y retrógrado movimiento de clases medias. El libro de quejas fue capturado y secuestrado. La reivindicación de reconocimiento de la Francia periférica fue sustituida por una solicitud de asistencia que no estaba inicialmente en el orden del día. Incluido el RIC (Referéndum de Iniciativa Ciudadana), que era un objetivo ciertamente central, pero que se convirtió en reivindicación de asamblea ciudadana con las habituales ensoñaciones autogesionarias de la izquierda. Los Chalecos Amarillos pedían un referéndum sobre cuestiones relacionadas con el poder, incluyendo las relativas a la inseguridad cultural, no cuestiones acerca de la piscina municipal. Incluso plebiscitaban, a diferencia de motines campesinos del Antiguo Régimen, el regreso del Estado, pero un Estado que cumpliera el contrato hobbesiano que nos une a él. Ahora bien, a muchos les parece cada vez más que ya no lo cumple, pues ha dejado de ser protector. Los sacrificios fiscales y las limitaciones legales que exige ya no tienen la contrapartida esperada. Por lo tanto, es la propia naturaleza del pacto político lo que han cuestionado los Chalecos Amarillos. De ahí la crisis, general, masiva, de representación, tanto política y sindical como mediática. Esta crisis de representación es tan fuerte que ha acabado irónicamente con los propios Chalecos Amarillos. ¿Quién los representa? Esta pregunta ha quedado sin respuesta hasta el día de hoy.

El filósofo Alain de Benoist pudo decir al principio del movimiento que los Chalecos Amarillos eran capaces de ejercer su poder destituyente, en espera de ejercer su poder constituyente. Este poder de revocación, centrado en la persona del presidente («¡Macron, dimisión!»), ha fracasado debido a la propia estructura volátil del movimiento: su horizontalidad, su espontaneísmo, su incapacidad orgánica para estructurarse, sus microrrivalidades intestinas. El «narcisismo de las pequeñas diferencias», por hablar como Freud, triunfó sobre la unanimidad inicial: tan pronto como una cabeza sobresalía era cortada al instante.

Aquí tocamos los límites de la revuelta popular, observables en la larga duración histórica. Lo cierto es que el pueblo no se organiza solo, sino que es organizado. No se instituye por sí solo, sino que es instituido. Siempre hay una vanguardia, revolucionaria o no; una élite, conservadora o no. ¿Qué nos dice la ola populista o el movimiento de los Chalecos Amarillos? Que el pueblo huérfano busca el buen gobierno, el buen pastor.

El pueblo no se organiza solo, sino que es organizado. No se instituye por sí solo, sino que es instituido.

Por supuesto que quiere elegir a su maestro, pero está buscando un maestro, un guía, de forma parecida a las histéricas, según el psicoanalista Lacan, quien agregaba que sólo están buscando un maestro para poder dominarlo. Es de esto de lo que se trata aquí. Pero manifiestamente los Chalecos Amarillos no lo encontraron en las asambleas ciudadanas.

¿Qué hay hoy con la revuelta? Sigue habiendo casullas amarillas delante de los coches, pero se trata sobre todo de un fenómeno de persistencia visual. Sigue habiendo quienes salen a la calle todos los sábados para mantener encendido un fuego sagrado que flaquea considerablemente, pero el corazón ya no está allí. Post politicum animal triste.

No por ello deja de haber un antes y un después. Las razones de la ira de los Chalecos Amarillos no han desaparecido en el gran debate macroniano. Estas razones son objetivas, estructurales, estratégicas. Auguran la apertura de un nuevo ciclo de revueltas, fuera de los órganos intermediarios, fuera de las fallidas mediaciones políticas tradicionales. El acoso contra los funcionarios electos y las oficinas del LREM [el partido de Macron, N. d. T.] , el malestar campesino contra el CETA (el tratado comercial entre Canadá y la UE), la futura reforma de las pensiones, una economía estructuralmente medio apagada e incapaz de producir riqueza tangible (la terciarización), las nuevas olas de la inmigración: todo indica que las brasas no se han apagado y sólo están esperando encender de nuevo la periferia, siempre que esta última aprenda de sus errores, renueve sus modos de intervención y organización, encuentre finalmente una auténtica vía política.

© Le Figaro

 

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