FIRMAS Francisco Pomares

OPINIÓN | A Babor | Cada cuatro años | Francisco Pomares

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Una vez al año celebramos el Día de Canarias. Y cada cuatro años, tal día como hoy, celebramos un día de Canarias especial, un poco histérico, con el personal asirocado con la interinidad de la resaca postelectoral y el desquicie de los pactos. Esta noche se reunirán en el Alfredo Kraus la abigarrada colectánea de aspirantes endomingados, decididos a hacer valer sus muchas cualidades para convertirse en alcaldes, presidentes de Cabildo, consejeros de Gobierno? y presidente de Canarias.

Cada cuatro años, el acto institucional del Día de Canarias se viste con ropajes de acto fundacional, de puerta abierta al futuro: se respira el aire de que todo lo que estaba puede irse y todo lo nuevo viene para quedarse. Ocurre así porque el acto del Día de Canarias suele ser el primer encuentro político masivo tras las elecciones locales y regionales, el primero que concentra a todos los que pueden ser algo -y a muchos que ahora ya no son nada o comienzan a dejar de serlo-, y en él, mientras los figurantes engullen canapés, se cruzan miles de susurros, y confidencias, sonrisas y miradas y se intercambian citas que -creen los citados- podrían cambiar el rumbo de los acontecimientos y las décadas por venir. Cada cuatro años el acto del Día de Canarias es la coreografía festiva que celebra la consagración del voto de los ciudadanos y su repercusión en la geografía del poder local.

Como observador recurrente del espectáculo de este encuentro con pretensiones de glamour provinciano, he vivido algún discurso, alguna pantomima, algún que otro momento memorable: la coronación de Saavedra como presidente de Canarias, una ceremonia ritual hilvanada con mimo por Ilde Ramírez cuando el Estatuto aún no contemplaba tal figura; o el adanismo presuntuoso y sabelotodo de Fernando Fernández, construyendo con cada palabra su paso a la Gran Historia del Juego, o la fulminante conversión de Lorenzo Olarte desde el centralismo suarista al nacionalismo centrista; o el pacto de sangre entre Hermoso y Mauricio que concluyó con su bautizo religioso en Las Canteras; o la premonitoria muerte civil de Adán Martín coincidiendo con el desembarco casposo de la corte paulina, sus peinetas, sus smoking alcanforados y sus carísimas escobillas de retrete; o la caída en desgracia de Rivero, derrotado por los suyos por primera vez y colgado públicamente a secar cual tollo bichado. Nada que ver con naves en llamas más allá de Orión, o rayos-C brillando en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser. Poca cosa para construir el relato de un país que crece con dificultades, sinsabores y miserias.

Algunas de esas historias forman parte de la memoria íntima del escribidor, y se perderán también en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Otras han trascendido, tenían su parte de gracia, y sobrevivirán algún tiempo al olvido. No me pregunten qué pasará esta noche, cuando Ángel Víctor Torres se presente por primera vez después de las elecciones, con su séquito presidencial de estreno, su sonrisa de oreja a oreja y diez años más vejete que en los carteles que aún cuelgan de las farolas?

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