Todos los grupos del Parlamento de Canarias aprobaron el martes, nuevamente por unanimidad, la nueva ley de Servicios Sociales, una norma en la que se establece que los Servicios Sociales son un derecho universal y subjetivo de cada ciudadano. Como declaración, la compra cualquiera. Pero lo cierto es que ya está uno un poco harto de leyes que declaran orégano todo el monte, y luego solo se ven hierbajos. Para desmentir que esta sea un nuevo brindis al sol, la ley cuenta entre sus disposiciones con una declaración que sitúa en mil millones de euros el objetivo financiero a una docena de años -largo nos lo fían-, para sostener las muchas propuestas de su articulado. Por ejemplo, la que da un plazo de un año al futuro Gobierno regional para aprobar un plan contra la exclusión social y la pobreza, con especial atención a la pobreza infantil, o la que establece que en año y medio Canarias deberá contar con una renta básica para la ciudadanía.
O sea, que mucha promesa a muy corto plazo, pero los cuartos para sostener y financiar esas propuestas no se consolidan. Al final estamos ante una ley que todo el mundo puede suscribir, y aplaudir -incluso reclamar su paternidad, como hicieron con extraordinario entusiasmo todos los grupos-, pero que se sitúa más como un marco de intenciones, una hoja de ruta para un cambio posible, que como una ley de obligado cumplimiento.
Lo que demuestra la unánime aprobación de esta ley plagada de buenas intenciones es que en política, da igual que las casas se empiecen por los cimientos o por el tejado. Sus señorías han dibujado un marco atractivo, pero sin esos recursos que tardarán años en completarse, sin una ficha financiera estable, el paisaje de sus buenas intenciones pueden quedar sólo en eso. En buenas intenciones de final de legislatura.
Y luego hay otro asunto de cierta enjundia en la ley que es la regulación del tercer sector, la incorporación de grupos y asociaciones privadas a la prestación de servicios sociales, con cargo al presupuesto público. Uno esperaría un rechazo masivo de esa opción o posibilidad por parte de la oposición tradicional a que los servicios públicos se presten privadamente, pero -curiosamente- ese rechazo no se ha producido en absoluto. ¿Por qué? Básicamente porque hay centenares de asociaciones, oenegés y empresas -solo en Canarias- que tiran del presupuesto público prestando servicios sociales de todo tipo y pelaje. Una parte importante de ellas son asociaciones asistenciales o caritativas vinculadas a la Iglesia, otras -como Cruz Roja, por ejemplo- pueden considerarse instituciones humanitarias de carácter voluntario y de interés público, que desarrollan su trabajo bajo la protección del Estado. También están las oenegés que cubren determinados asuntos -atención de mujeres maltratadas o enfermos de alcoholismo, por ejemplo-, y luego hay empresas puras y duras, cuyo objetivo es el beneficio -como ocurre con los hospitales o los colegios concertados en Sanidad y Educación-, y que suplen o complementan a las administraciones con servicios delegados.
Todas esas diversas entidades constituyen un enorme microcosmos al que eufemísticamente se denomina «tercer sector». Como en botica, hay de todo en el tercer sector. Hay empresas que funcionan muy bien, y otras que se aprovechan de los jubilados y sus familias. Hay organizaciones que gastan muy bien lo que reciben -Cáritas es un ejemplo paradigmático de buena administración- y oenegés que viven del cuento o de las modas. La cuestión es ponerle el cascabel al gato, porque también se despilfarra y mangonea en este mundo de la subcontratación asistencial. Pero mucho me temo que esta Ley tan coqueta y unánimemente aprobada no nos va a servir para evitar que eso siga ocurriendo.
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