FIRMAS Francisco Pomares

A babor | Puigdemont detenido | Francisco Pomares

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La detención de Carles Puigdemont por la policía alemana, atendiendo a una orden europea de detención y entrega, un mecanismo de cooperación judicial entre países de la UE, y en un operativo desarrollado con el apoyo del CNI español, que tenía a Puigdemont monitorizado desde su participación en un acto universitario el fin viernes en Finlandia. La detención de Puigdemont, que podría concluir con su entrega a España, dado que Alemania -al contrario de Bélgica- sí contempla en su ordenamiento jurídico todos los delitos que se imputan al expresidente catalán, viene a sumarse al procesamiento y reclusión provisional de los principales responsables parlamentarios del «procés». La decisión de enviarlos a todos a prisión provisional parece justificarse en la torpe huida de la secretaria general de Esquerra Republicana, Marta Rovira, que decidió abandonar el país y autoexiliarse en Suiza, dejando a sus compañeros en una situación muy difícil.

La primera reflexión de lo que está ocurriendo, a lo que hay que sumar las gestiones realizadas ante los jueces británicos, belgas y suizos para que localicen y apresen al resto de los fugitivos, es que la Justicia española está haciendo el trabajo que deberían haber hecho los políticos. Nada que objetar a la actuación del juez Llarena, todo lo contrario, la Justicia es uno de los tres poderes del Estado democrático de Derecho, y el único que puede intervenir para resolver situaciones claras de delito. La contundencia del auto del magistrado del Tribunal Supremo no deja lugar a dudas: los principales investigados «diseñaron un plan criminal» para conseguir ilegalmente y por la fuerza la independencia de Catalunya, un plan que el Parlament y el Govern decidieron ejecutar desobedeciendo al Tribunal Constitucional «de manera tozuda e incansable durante dos legislaturas y cinco años». Según el auto de Llarena, la causa judicial emprendida contra la cúpula del «procés» hace frente a un ataque al Estado constitucional desarrollado de manera continuada con la voluntad de imponer un cambio en la forma de gobierno para Catalunya y el resto del país. Ese plan se desarrolló, según el juez, «con una gravedad y persistencia inusitadas y sin parangón en ninguna democracia de nuestro entorno».

Lo ideal habría sido frenar esta situación, por la vía de la negociación sobre la base del cumplimiento de las leyes y la búsqueda de acuerdos políticos que evitaran el desafío al Estado y la quiebra de la convivencia en Cataluña. Pero eso fue imposible, y lo fue básicamente porque los secesionistas no contemplaban ninguna negociación que no incorporara como resultado final la secesión de Cataluña, es decir, el incumplimiento de la Constitución, el Estatuto y las leyes. El Gobierno español actuó con contundencia frente al referéndum y cometió errores de bulto en materia de orden público, pero ha sido exquisito en el respeto de sus propias competencias, cediendo al Senado el protagonismo en la aprobación de la situación excepcional que hoy sostiene la autonomía catalana, y a los jueces las actuaciones que son competencia de los jueces, entre ellas desmantelar el aparato golpista montado por los líderes del «procés». La justicia española no ha detenido a ni un solo independentista por serlo. Lo ha hecho por incumplir las leyes y por utilizar recursos de todos para montar la independencia.

En algunas semanas -un pasar de ellas, diez o doce en el peor de los casos, Puigdemont estará probablemente ante la justicia española. Mientras eso ocurre, los actuales dirigentes del PDCat, Esquerra y la CUP deberían empezar por cumplir las leyes y ponerse de acuerdo en aprobar un Gobierno que se ocupe de los problemas de todos los catalanes. O tendrán que convocar nuevas elecciones en dos meses. Y presentarse a ellas desmantelados, sin haber sido capaces de votar a un presidente y elegir un gobierno, sin programa político que ofrecer -aparte del recurrente suicido de seguir el «procés» y sin nada que ofrecer a los suyos, más que el ridículo, la cárcel y un martirologio que cada vez moviliza a menos catalanes.

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