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Abismo venezolano | Salvador García Llanos

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Al final, el fiasco de la revolución bolivariana derivó hacia un golpe de Estado y un régimen totalitario en el que no hay división de poderes. Y para colmo, se enredan en un galimatías sobre el cuándo de los próximos procesos electorales y el por qué, sí o no, de la participación de las organizaciones opuestas al hegemónico Partido Socialista Unificado de Venezuela (PSUV). La política venezolana es un esperpento prolongado, a la espera de que organismos y tribunales internacionales pongan en evidencia la infracción sistemática de las más elementales normas democráticas y jurídicas. Pero ni quizás eso haga sonrojar a quienes nada les importa la Constitución que ellos mismos aprobaron -para alumbrar otra en que se consagra el pensamiento único, el régimen comunista y la perpetuidad en el poder- y ahora la han retorcido hasta hacerla añicos y liquidar de una tacada la expresión de la soberanía popular.
 
La salida de Venezuela del callejón en que metieron al país los herederos de Chávez es una opción desesperanzada, plagada de hechos inconsútiles, un viaje a ninguna parte (mejor dicho, sí: al abismo), con una inflación que avanza al galope tendido, con una fractura social que es una abertura en canal, con una institucionalidad hipercontralada desde el punto de vista político y con una hipoteca ante potencias como Rusia o China que es el fruto de golpes de tango. La recuperación es una asignatura imposible de aprobar durante décadas. Los herederos han dado el golpe para quedarse, para acapararlo todo, para pertrecharse incluso ante las imputaciones de narcotráfico que pesan sobre algunos prebostes y ante las que Estados Unidos -acordémonos del panameño Noriega- anda al acecho. No les importa haber aislado al país, haberlo hecho ganar un desprestigio internacional como no se recuerda en procesos históricos.
 
Las consecuencias que se viven ahora mismo son hambre, penurias, tribulaciones, desasosiego, carencias sanitarias, inseguridad… Los testimonios de personas mayores en las colas que anteceden a los establecimientos de alimentación son sobrecogedores. Ahí contrastamos el sufrimiento de un pueblo que no tiene horizontes y que ya está harto de palabrería y de incumplimientos, que se ha cansado de todo y de todos, mientras su poder adquisitivo se evapora y los recursos del país se dilapidan sin orden ni concierto ni proyección económica alguna.
 
Venezuela se apaga sin remisión. No hay necesidad de dramatizar cuando las informaciones van reflejando el caos. Unos gobernantes no pueden serlo pensando en el ellos y nosotros, amenazando en perseguir a unos, en hacer apelaciones a la paz y a la unidad para luego lucir todo lo contrario, da igual si es con mentiras y manipulaciones. La revolución fracasó: esta es la gran verdad que los herederos del chavismo no quieren reconocer. No han tenido estatura de gobernantes, de hombres de Estado, hundieron la democracia, desmoralizaron al pueblo, le obligaron a emigrar y a privarse de tantas cosas.
 
Y todavía quieren convencer de sus afanes justicieros: hablan de una Comisión de la Verdad, como si el Gobierno no hubiera tenido que ver con una crisis de orden público que costó más de cien vidas, miles de heridos, pérdidas millonarias y hasta presos políticos, procesados, por cierto, por la vía militar. Como hablan -con rencor y afán de venganza- de una digna Fiscal, Luisa Ortega Díaz, que se dio cuenta de lo que se avecinaba y no se prestó a las componendas para derribar la arquitectura constitucional y poner en solfa ni más ni menos que el poder judicial. Como hablaron de armas, si fueran necesarias para alcanzar sus objetivos.
 
La Fiscal, por cierto, tras una abrupta salida del país, dice tener pruebas -de corrupción desmedida, ha precisado- que implican al presidente de la República y otros altos cargos en el tristemente célebre caso Odebrecht, la mayor red de corrupción político-administrativa que se conoce en el ámbito sudamericano.
 
Cualquiera sabe si podrá esgrimirlas -esperemos que su integridad física no corra peligro- y con ellas tratar de poner fuera de la ley a quienes, además de malos gobernantes, han demostrado, en esto de la cosa pública, no tener escrúpulos.

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