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Anagachen: Piedras de Anaga (relato) | Agustin Gajate Barahona

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Sucedió en Afur, el pequeño enclave rural de Anaga donde ocurren cosas fantásticas, aunque otros lugares cercanos disfruten de mayor fama. Llegamos allí después de almorzar, impulsados por una curiosidad: queríamos saber si seguía corriendo el barranco y llenando de agua nueva las charcas donde viven las únicas anguilas que habitan en estas islas, a un par de centenares de metros sobre el nivel del océano.

El calor de agosto impregnaba hasta los frescos helechos y no había rastro de las nubes que, empujadas por los alisios, nutren los frondosos bosques que cubren la empinada cordillera, a excepción de la vertiente sur, alfombrada de cardones, tabaibas y otras especies vegetales capaces de soportar una prolongada sequía y mimetizarse con los colores de la roca, hasta poder rebrotar con la lluvia o germinar a partir de resistentes semillas, para teñir de verde efímero, con matices florales ocasionales, las pedregosas y polvorientas laderas.

Subíamos acalorados por el sendero hacia la parada de la guagua, con la esperanza de no perderla, pero sin excesiva prisa, saboreando todavía el aire fresco que habíamos respirado abajo, oxigenado y perfumado de cerca por ñameras, cañas y algunos frutales. Volvíamos intentando ver los huidizos lagartos, aparentemente similares a los que permanecían expectantes en el muro que rodea la terraza del restaurante de la cumbre en el que comimos, hasta que les lanzábamos algo de alimento y se formaba un pequeño tumulto, del que salían victoriosos no sólo los tizones con motas brillantes más grandes y fuertes, sino también algunos hábiles pequeñajos rayados.

En una de esas miradas hacia arriba para corroborar que la guagua todavía no se había marchado, reparé en el roque que estaba encima. El sol de la media tarde lo iluminaba de tal manera que parecía una cara, pero no un rostro cualquiera, sino el de una esfinge de piedra que no tenía nada que envidiar a la Guiza o Gizeh, en Egipto.

En pocos segundos me vinieron a la mente diferentes imágenes, como la de la ‘Piedra de los Guanches”, que se encuentra aunque desafortunadamente ya rota a escasos kilómetros, camino de la playa de Tamadite, sobre la que los antiguos habitantes de la isla realizaban el embalsamamiento y mirlado de los cadáveres previo a la momificación y cuyo aspecto siempre me recordó al monumento megalítico británico de Stonehenge.

También recordé el impresionante risco que se aprecia desde la carretera TF-5 en dirección hacia Icod por la zona del Barranco de Ruiz, cuyo perfil me recuerda al rostro de una persona en actitud de gritar; al ‘Guerrero de Valle Tabares’, al ‘Gigante de Masca’, al ‘Masai’ situado sobre el Cabezo de Arbelo en El Bailadero, al Roque Milano de Bejías, al ‘Guanche de los Altos de Güímar’ y, para rematar, a la ‘Cabeza de León’ de Taganana.

¿Casualidad? ¿Nos engaña la vista o nuestro cerebro, que tiende a interpretar en materiales diferentes las figuras que conoce? ¿Tan caprichosa ha sido la naturaleza viva, el viento y la lluvia o hay una mano humana detrás de estas curiosas formas, como la hubo en los moais que vigilan desde lo alto el litoral de la Isla de Pascua?

Entonces imaginé a un grupo de binchenis (guanches de Tenerife) ataviados con vestidos de pieles gamuzadas procedentes de cabras y ovejas pelibuey, que vivían en los alrededores de Taborno dos mil años atrás, escalando risco arriba para modelar aquella figura, con la que recordar su noble origen continental y dar aviso a navegantes sobre el valor y las capacidades de los habitantes de Chinech, quitando piedras con sus propias manos, golpeándolas con palos y otras piedras hasta darle la forma requerida y, cuando no era posible alterarla, crear las hendiduras a través de las cuales el agua y la brisa acabaran por rematar tan ardua tarea.

Mientras, otros binchenis en Güímar e Icod apilaban piedras para formar estructuras piramidales que denominaron mahano o majano, fruto de la unión de las palabras magec, hana y no (sol, ayuda y tiempo) orientadas hacia los solsticios de verano e invierno, para controlar mejor las épocas de cultivo y recolección en busca de buenas cosechas y que durante siglos pasaron desapercibidas fruto de la ignorancia de los nuevos propietarios del territorio, hasta que el antropólogo noruego Thor Heyerdahl tuvo que venir de fuera para saber interpretar tan singular herencia.

No ha sido la primera vez que sociedades que se creen superiores por su fortaleza militar cometen el error de infravalorar a los pueblos que derrotaron y, salvo alguna excepción, jamás se dignaron a colaborar con ellos ni aprovechar sus conocimientos. Los europeos que empezaron a llegar a América del Norte y recorrerla para afincarse en esos territorios quedaban extasiados con el paisaje de praderas y bosques que se abría ante sus ojos y lo interpretaron como la obra de dios, pero nunca llegaron a comprender que sus artífices fueron los antepasados de los seres humanos que ya habitaban esas tierras en armonía con la naturaleza, de la que se beneficiaban con un impacto ecológico mínimo.

La guagua se marchó mientras seguía abstraído en mis pensamientos y en las emociones que sugiere la contemplación de la esfinge de Anaga, una sensación me acompaña todavía y que enriquece la leyenda de un pueblo milenario que supo gestionar con cariño e inteligencia durante siglos un territorio complejo, disperso y afortunadamente alejado de las luchas de poder en diferentes épocas. Una cultura que trata de comunicarnos a través de las piedras algunas de sus mejores experiencias para ayudarnos en el futuro.

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