FIRMAS

Ach guachinche xaxo: La momia del guachinche (relato). Por Agustín Gajate Barahona

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El brezal está triste. Cerraron todos los guachinches del camino al terminarse el vino de la última cosecha. No se escucha la algarabía de las conversaciones solapadas por familias y amigos alrededor de una cuarta o media de aquel dulce elixir transparente y ligeramente dorado por los rayos del sol, que se acumularon primero en los racimos y luego fueron fermentados en la oscuridad, hasta adquirir el suave sabor afrutado que invita a disfrutar de la gastronomía local, de la vida, de los sueños, del amor…

Las varas de las parras están desnudas, a merced de las inclemencias del tiempo: del frío, de la lluvia gruesa y del viento habitado que las apedrea sin compasión. Pero ellas resisten junto a algunas hojas ocres, cobrizas y bermejas rebeldes, en espera de una poda benéfica que les permita hacer acopio de energías para volver a retar a la poderosa fuerza de la gravedad y ofrecer el fruto de su generosidad, con la ayuda de una primavera templada y de los calores del verano.

Muy pocos lo saben, pero no lejos de allí, en el camino atravesado, todavía permanece entreabierta la estrecha puerta que da acceso a un garaje de paredes blancas con alguna foto antigua colgada, sin coches aparcados ni distintivos externos. Dentro hay media docena de mesas cubiertas con manteles de hule, en los que se entrecruzan gruesas líneas blancas y rojas para formar un ejército de cuadrados. Alrededor de cada una, cuatro sillas metálicas con asientos cuadrados y respaldos rectangulares de formica antigua, en la que permanecen inalterados los falsos colores de madera oscura veteada, con bordes redondeados recubiertos por juntas de plástico negro adheridas al serrín prensado.

Hace años que el tiempo se paró dentro de aquel espacio, donde el vino se parece más a la sangre y las viejas bombillas, ajenas a la obsolescencia programada, iluminan la estancia con la misma discreción y sutileza que antaño lo hicieron las velas, que empaparon y oscurecieron con su humo una techumbre entrelazada por troncos y listones de centenaria y resistente madera, barnizando de tono sepia todo cuanto la mirada puede abarcar, a modo de fotografía antigua.

El vino de aquel camuflado guachinche primero te raspa como ácido el paladar y la garganta, para luego comenzar a acariciarlos, como si estuviera arrepentido por irrumpir tan brusco y quisiera reparar el posible daño causado con su suave dulzor, hasta que consigue anestesiar no sólo la boca, sino al resto de los sentidos, para acomodarlos al trance que invita a experimentar.

Entonces reparo que en la esquina más oscura se encuentra una figura humana inmóvil, en la que contrasta la blancura de las mangas y cuello de la camisa con la oscuridad del chaleco y del sombrero, que no deja apreciar las facciones de un rostro que apenas se vislumbraba en la penumbra. La luz sólo permite apreciar lo que está sobre el mantel: dos brazos apalancados en actitud relajada, entre los que se encuentra el vaso medio lleno o medio vacío de vino.

Las manos transmiten tranquilidad y resaltan entre la camisa y el mantel. Tienen la serenidad de quienes acarrean una importante historia de lucha y coraje detrás y nada les va a pillar por sorpresa. Son fuertes y huesudas, como si el músculo se hubiese adherido a aquella rugosa piel morena de brillo satinado, rematadas por uñas ligeramente amarillentas, más largas de lo habitual para un hombre y donde las de los meñiques se prolongan hasta alcanzar al resto.

¿Qué edad tendrá aquel hombre? ¿Podría ser centenario? ¿Y si fuera milenario? La imaginación se desborda ante aquella pregunta de respuesta imposible: si el formol es capaz de conservar los cuerpos durante un tiempo indefinido, ¿podría aquel vino-sangre mantener con vida a una persona por los siglos de los siglos amén? ¿Será este vino-sangre heredero del chacerquén medicinal guanche elaborado con la yoya mocanera? ¿Tendrá propiedades que incluyan cierta dosis de inmortalidad?

Antes de que pudiera seguir elucubrando de manera irracional, la mano diestra agarra el vaso y lo lleva con parsimonia hacia donde se perfila la boca, que parece sorber el mágico fluido, pero sin llegar a apreciarse ninguna diferencia de cantidad cuando vuelve a reposar sobre la mesa, como si sólo hubiera sido utilizado para hidratar los labios.

Quiero comentar lo percibido con mis acompañantes, pero en mi mesa no queda nadie sentado y cuando vuelvo la cabeza para mirar hacia aquel curioso personaje tampoco lo encuentro. Busco sin éxito, primero dentro y luego fuera, pero sigo solo. La puerta se cierra a mis espaldas y, desde entonces, cada vez que parpadeo espero que vuelva a aparecer una imagen más nítida de aquella persona, cuyas manos comparten el mismo color de piel que recuerdo haber visto en las momias guanches que exhiben los museos.

 

 

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