FIRMAS

Ach hana: La suerte (relato). Por Agustín Gajate Barahona

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Desde afuera del edificio que alberga el hogar del jubilado se escucha un murmullo de voces incomprensibles, cuyo volumen va subiendo camino a la puerta de entrada. Una vez dentro, los decibelios aumentan exponencialmente respecto a los que escapan al exterior, en la medida que aquellos oídos apenas son capaces de escuchar sus propias voces, las cuales se acumulan y reverberan entre las cuatro paredes del amplio salón repleto de mesas, ocupadas por hombres y mujeres con varias décadas de servicio a sus espaldas, quienes se congregan un día más para jugar unas partidas vespertinas, que les distraen de sus menguantes quehaceres habituales como abuelos, voluntarios y mantenedores de unas vidas cada vez menos intensas, pero no por ello menos placenteras.

Jugando a las cartas

Foto: cedida

Desde el vestíbulo se puede apreciar medio centenar de mesas cuadradas y un pequeño grupo de mesas redondas de mayor tamaño, alrededor de las cuales se sientan los más veteranos y, a la vez, activos combatientes, que necesitan de la emoción de la victoria para seguir insuflando adrenalina a sus castigados aunque todavía entusiastas cuerpos.

En una de las mesas redondas, ocho hombres se apresuran a jugar una nueva mano de la partida de envite que habían iniciado hacía una hora.

– ¿Quién reparte?

– ¿Es qué no viniste a jugar? ¡A ver si estamos más atentos!

– ¡Así nos va!

– ¡Venga! ¡Qué hay que remontar!

– ¡Tendrá que venir algún triunfo!

– ¡A ellos les caen todos!

– Y aún así vamos chico a chico…

El reparto finaliza, pero pocos han llevado cerca de su cara, con cuidado de que no las vean los que están a su lado, las tres imágenes que la baraja le ha puesto ante sus ojos. Todos esperan a que se vire la número veinticinco, para saber el palo que va a dominar la mano. Cuando se produce el acontecimiento, la mayoría ejecuta la habitual coreografía de llevar lo que le ha tocado hacia un lugar parcialmente visible, para luego volver a dejarlo sobre la mesa y comenzar a vigilar las señas que puedan cruzarse los rivales hacia su mandador, al tiempo que intenta pasar la propia al suyo.

Una vez restablecido el orden y los mandadores informados de lo propio y lo ajeno, habla la mano:

– ¿Qué hago?

– ¡Este va inflado! -se escucha sin un autor definido, que da origen a nuevos comentarios.

– ¡Vuelven a tener todos los triunfos!

– ¡No saben jugar sin cartas!

– ¡A ver! -interviene el mandador del equipo de la mano- ¿Tienes un chilajito por ahí?

– ¿Qué salió? -pregunta la mano con sarcasmo para cabrear a los rivales y provocar la crítica general.

– ¡Pero si está delante tuya! ¡Atontao!

– Salió hipertensión -dice el enterao que no se ha percatado de la sutil ironía de la mano.

– Tengo un Aprovel 300 -contesta la mano al mandador.

– ¡Arrastra entonces!

Uno a uno van cayendo sobre la mesa identificativos de Karvea, Irbesartán, Capenón, Sevíkar… Además de un Adiro impropio, que pone de relieve que quien lo lanzó o está ciego o tiene uno de los mayores triunfos y por eso no sirve al arrastre. Entonces todas la miradas de la mesa quedan fijadas sobre el pie, que permanece tan inmóvil como sonriente.

– ¿Qué echo? -presunta a su mandador, porque al estar encargado del reparto y de la vigilancia no pasó señas.

– ¿Puedes ganar?

– Sí

– Pues gana -le ordena el mandador.

Con cierta desgana da la vuelta a su triunfo y muestra a ante los ojos de la mesa el valor de su figura: la Perica de Sintróm.

– ¡No hay nada que hacer! -comienza una nueva ronda de comentarios, mientras uno de los jugadores se afana en recoger lo que ha ido dejando el resto sobre la mesa.

– ¡Llevan todos los triunfos!

– ¡Así no hay quien pueda!

– No saben jugar sin cartas…

El pie se convierte en mano y le pregunta de nuevo al mandador:

– ¿Cómo salgo?

– Juega mal. Es el único triunfo que teníamos, así que guarden lo que tenga más valor de cada palo por si lo necesitamos al final -contesta el mandador, provocando la risa de los rivales.

– ¡Sí, hombre! ¡Ahora los que tenemos los triunfos somos nosotros!

– ¡Esto huele a encerrona!

– ¡Y yo voy y me lo creo!

 

La ronda sigue su curso normal, donde todos sueltan lastre y lo peor que llevan, hasta que uno de los mandadores manda parar y pregunta.

 

– ¿Quién va ganando la mano?

– La Metformina de este -responde uno.

– Y tú vas ciego ¿no? -le dice al que le toca jugar.

– Puedo echar un chilajo -contesta al mandador.

– ¡Échalo y a ver que dicen! -ordena el mandador.

 

Nada más comprobarse el escaso pero suficiente valor de la pieza para ganar la ronda, el mandador rival ordena con un parpadeo al que le toca jugar a continuación que suba la apuesta.

 

¡Envido!

– ¡Vámonos! -responde de inmediato su oponente.

– ¡Van inflados! -se escucha.

– ¡Tenían todos los matadores!

– ¡No teníamos nada, menos que ustedes! -replican desde el otro equipo.

– Lo que pasa es que sabemos pegar cañazos y ustedes pican.

– A ver si aprenden a jugar sin triunfos…

 

Mientras varios jugadores se afanan en recoger y el ganador del punto se arraya la garbanza caducada de la efímera victoria, en un lado de la mesa, uno de los jugadores echa la silla para atrás para acercar su cabeza a la espalda de uno de los jugadores de la mesa vecina y preguntarle:

 

– ¿Cómo te van las cosas por ahí?

– ¡No me puedo quejar! Gané un par de manos, pero aquel de ahí lleva por lo menos cinco.

– ¿Y con qué ganaste?

– Un full de piedras en el riñón y la vesícula y una escalera de hipertensión, obesidad, diabetes, colesterol y ácido úrico.

– ¿Y el otro?

– Ese gana a base de pókeres de metástasis. Yo creo que se guarda alguna carta, porque lleva toda la tarde repitiendo con páncreas, hígado, riñón y pulmón.

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