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Ach matehele guañac: La sociedad inteligente (Relato). Por Agustín Gajate Barahona

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Ocurrió un día, aunque no fue por casualidad. Se había puesto una fecha y todos los que se esperaban acudieron a la cita, quizá algunos menos de los previstos y quizá algunos distintos, pero en su mayoría, estaban los de siempre.

Lo sorprendente no estuvo en los participantes, ni en los protagonistas, sino en el resultado. Todos esperaban que hubiera vencedores y vencidos, pero no ocurrió así: el empate final supo a derrota y lo más que se podía llegar a atribuir alguno consistía en una pírrica victoria moral, apelando a las circunstancias.

Pocos supieron interpretar aquel aparentemente incomprensible resultado, porque, de alguna forma todos tenían sus preferencias y creían que merecían más, pero no les quedaba más remedio que conformarse con lo que les había tocado en aquella, hasta entonces, encorsetada lotería electoral que se celebraba cada cierto tiempo.

Lo curioso es que los pronósticos apuntaban precisamente al empate, pero la ceguera se había instalado de tal manera entre los contendientes y sus seguidores, que no se percataron de lo que sucedía, preocupados por desenmascarar la mentira ajena y prometer imposibles, en vez de tratar de explicar lo que podían realmente hacer con la triste herencia que recibirían y el deshumanizado aunque densamente poblado contexto global que se estaba consolidando a sus espaladas.

Por eso muy pocos se percataron de que lo que había sucedido era una expresión inequívoca de una inquietante inteligencia colectiva, y que lo acontecido no podía explicase como un hecho aislado y fortuito, fruto del hartazgo de lo antiguo y de la desconfianza por lo nuevo, sino que este fenómeno se había forjado a lo largo de la historia y que, tras haber permanecido aletargado durante bastante tiempo, había decidido despertar en estos instantes cruciales.

Aquella sociedad, no era una sociedad cualquiera. Había sobrevivido a siglos de batallas, a guerras de religión, a la conquista de desconocidos e inimaginables territorios, a la construcción de un imperio donde no se ponía nunca el sol, a los reinados absolutos y a los relativos, a la Santa Inquisición, a la derrota de una armada llamada invencible, a la Invasión Napoleónica, a la pérdida del imperio y de todos los territorios de ultramar, a crueles guerras civiles, a caóticas repúblicas e infames dictaduras.

Con todo ese bagaje, en las últimas décadas esta sociedad había conseguido coger impulso, como consecuencia de una desmedida y generalizada ilusión. Incluso había logrado recuperar la autoestima, hasta que una inoportuna crisis financiera internacional dejó al descubierto un cúmulo injustificable de desvergüenzas, la mayoría tapadas tras las cortinas que ocultan las placas con las que se recuerdan las inauguraciones de los edificios e infraestructuras públicas.

Muchos esperaban el castigo social mayoritario de estos comportamientos, pero otros tantos cayeron en la cuenta de que no era del todo posible, porque entonces el país acabaría por convertirse en una prisión ingobernable y que, aun así, sería incapaz de albergar a tanto cómplice. Todavía hay quien se pregunta sin obtener respuesta: ¿Cuántos hemos trabajado en algún momento en favor de la corrupción ignorándolo o sin querer saberlo?

Porque la corrupción desvelada no fue oscura ni pestilente, sino que fue luminosa y brillante, incluso en algunos momentos llegó a ser deslumbrante y fascinante. Ni siquiera fue inodora, sino que estuvo perfumada por las mejores fragancias, ataviada con vestidos de las mejores marcas y decorada por los mejores diseñadores. Y no solo se blanqueó dinero, sino también fachadas e interiores, y para eso se precisó de mucha mano de obra.

Esta sociedad casi perfecta, pero cuyo nivel de autocrítica no le permitía creérselo y, en consecuencia, dudaba constantemente de su propia capacidad, tenía como principal defecto a su clase política, que no era capaz de reconocerse tal y como correspondía a sus actos. Por ejemplo, no había partidos mayoritarios que se confesaran de derechas o izquierdas en el sentido tradicional, sino que se anunciaban como de centro, centro-izquierda, progresistas y transversales, aunque cuando descalificaban a los rivales empleaban calificativos como derechona, populismo radical y otras lindeces.

Por eso lo inteligente en estas circunstancias y dentro de un ordenamiento jurídico que cree en la reinserción, no consistía en imponer un severo escarmiento, que podía acabar por convertirse en un autocastigo, sino en introducir elementos correctores y educadores que mostraran un nuevo rumbo a quienes aspiraran en el futuro a liderar una sociedad que rebosa capacidad de esfuerzo, lucidez y talento. Un camino centrado en el interés común y no en el particular que, como decía Antonio Machado, se hace al andar.

Lo que sucedió después con esta sociedad no lo sabemos, ¿o sí?

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