FIRMAS Francisco Pomares

A babor. Una de cine de miedo. Por Francisco Pomares

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Mi hijo de doce años no pasa miedo con las películas de miedo con las que yo me acongojo de manera más bien extrema. El martes por la noche estuvo el enano con su madre viendo «Poltergeist» (la de Tobe Hooper, no el infame remake de este año) y yo me quedé en otra habitación esperando a que acabaran. Al final, fresco como una lechuga, me dijo que no le había dado miedo ninguno, que era aburrida y poco creíble. Y el otro día fue con sus amigos a ver no se qué terrorífica peli en pantalla grande, de esas que yo no me acerco ni por el cine cuando las ponen, y al llegar a casa le pregunte y lo más que conseguí fue un «pssssse, un poco lenta». Vaya chasco.

Este de la insensibilidad al miedo es un asunto que me tiene a mal traer: no es que mi hijo sea especialmente valiente ni yo especialmente cobarde, es que el enano lleva años jugando a cosas que ni quiero imaginarme en la play, y se ha acostumbrado a una normalidad hecha de zombies, carroñeros, francotiradores sin entrañas, asesinos de masas y cosas por el estilo.

Con la play los pibes sienten lo que ocurre en la pantalla de una forma mucho más activa que en el cine o la tele, donde el rol del espectador es receptor y pasivo. La play crea una realidad en la que los efectos especiales generados por ordenador (toda la play son efectos especiales generados por ordenador) son más luminosos, adrenalínicos y explosivos que la realidad misma. Pero ellos saben perfectamente que lo que pasa en la play no es real. La play es una herramienta para entretenerse, se usa como se usa un martillo o una tableta, no se empatiza con ella. Lo que ocurre es que, por contagio de la play, una parte muy importante -quizá las más importante- de lo que les llega desde las pantallas a los chicos de hoy es automáticamente interpretado como virtual, como irreal, o como una realidad construida para manejo y disfrute de su comunidad en red.

No tengo muy claro qué mecanismos mentales usan los chicos para diferenciar o jerarquizar esa «falsa realidad» a la que dedican un buen puñado de horas todas las semanas, de la «real realidad» que se supone ofrecen los telediarios o de la «realidad vicaria» de la narración cinematográfica. Porque les sigue impresionando una narración en la que los sentimientos, los afectos o la intriga son el elemento clave, pero ni los sentimientos ni los afectos ni la intriga están en esos juegos de acción de la play que activan directamente las entrañas, y que son sus preferidos. Lo que sí sé es que ya no tienen miedo a lo que sale por las pantallas. No les impresionan las películas ni las noticias. No les preocupa lo que sucede fuera del entorno de su pequeña comunidad. A veces me pregunto qué impacto tiene en la política real el voto (o la indiferencia) de la generación de la play. Porque han reducido su nivel de sensibilidad hasta extremos cercanos a la sociopatía: les divierte el terror, quieren ser asustados, se ríen con las masacres, se lo pasan pipa viendo cómo caen remuertos en barbecho ese remedo de la otredad -inmigrantes de regreso de la muerte- que son los zombis. Cuanto menos miedo les da a los pibes el cine de miedo, más miedo me dan a mí ellos.

 

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