FIRMAS Marisol Ayala

Querido y odiado papá. Por Marisol Ayala

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Medía dos metros o casi. Alto, fuerte, arrogante, de pelo largo. No le apadrinaron Rambo por casualidad. Era un matón de verdad, no de ficción. Un matón que vivía a medio camino entre el sur de la Isla y la capital. Iba y venía. Deprisa. Siempre quiso llegar el primero hasta que la vida lo paró el seco. Se ponía al volante y sorteaba de forma temeraria todo lo que le ponía delante. Un día de verano de 1996 llevaba de copiloto a su hijo, un adolescente. De pronto un coche le obligó a aminorar la marcha. Mosqueo. En el vehículo viajaban un matrimonio y sus dos niños. Le picó las luces, lo intimidó y lo sacó de la carretera; el hombre se arrimó al arcén para evitar una colisión pero la jugada se repitió a un par de kilómetros. Una caravana taponó a Rambo y volvieron a encontrarse.

Otra vez intimidación y ahora insultos. Fue entonces cuando el padre de los niños paró en el arcén para pedirle explicaciones. No sabía bien con quién había dado. Ambos bajaron del coche y en plena discusión, con los tres hijos por testigos, Rambo regresó a su vehículo y de la guantera sacó un arma con la que le asestó una puñalada mortal y huyó. Horas después sería detenido en un apartamento de Playa del Inglés donde se había refugiado. El día del juicio le esperaban en la puerta de la Audiencia su mujer y al menos dos hijos que lo vieron llegar esposado y altivo. Las posibilidades de no ser condenado eran mínimas de manera que para sorpresa de los presentes su abogado, en inmoral connivencia con el acusado, decidió que tal vez culpar a su hijo y copiloto podía funcionar. Era menor y eludiría la cárcel. Pero, claro, no contaron con el alegato del fiscal, del abogado defensor de la víctima y del forense. Parece que estoy viendo al chico inculpándose por lo que no había hecho. Hablaba bajito. Pronto se demostró que por su estatura y el recorrido de la mortal agresión, no podía ser el autor. No tenía ni fuerzas para manejar el cuchillo.

Lo que fue un juicio mediático con visos de alargarse durante horas concluyó rápido. La contundencia de las pruebas forenses no ofrecía dudas. Creo que en el fragor de los interrogatorios el chico acabó confesando la verdad.

Y es que a veces en la vida se te cruza la maldad en estado puro.

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