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Soy Cuba. Cincuenta años después. Por Eduardo García Rojas

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La vida está repleta de paradojas. Que un cineasta norteamericano como Martin Scorsese se esforzara en dar a conocer recién iniciado el siglo XXI un filme soviético y objetivamente propagandístico como Soy Cuba debe de asumirse como un elogiable esfuerzo por defender el arte más allá de las barreras geográficas e ideológicas.

La película celebra además su cincuenta aniversario, una excusa cualquiera para recomendar un trabajo al que no araña el paso del tiempo por su condición de rareza, rareza que no fue bien recibida ni por el público cubano ni por el soviético de su tiempo porque carecía de unos valores revolucionarios en su mensaje que la alejaban del gélido y ortodoxo realismo socialista.

Soy Cuba es pues un objeto extraño, que casi parece que nada en tierra de nadie mientras la Guerra Fría se volvía por aquel entonces peligrosamente caliente.

Vista con cierta perspectiva cincuenta años después, Soy Cuba continúa conservando sus personales señas de identidad y sorprende aún por su audacia técnica porque se trata de un largometraje donde prima la técnica por encima de las historias. Cuatro relatos en los que se pretende mostrar cómo era Cuba antes del triunfo castrista al pasear la cámara por los campos cultivados de caña de azúcar, la politización en la vida universitaria y la vibrante y bullanguera vida urbana que se cocía en una ciudad como La Habana. Se recorre también y en clave poética un espartano campamento guerrillero del Movimiento 26 de Julio en la Sierra Maestra.

Soy Cuba está firmada por Mijaíl Konstantínovich Kalatózov, un cineasta que cuenta entre otras películas con una hermosa y tremendamente lírica película bélica, Cuando pasan las cigüeñas (1957) y un curioso aunque fallido filme histórico, La tienda roja (1969), donde narra la trágica expedición al Ártico del dirigible de la clase N Italia al mando de Umberto Nobile y el rescate de los supervivientes semanas más tarde y que protagonizan Peter Finch como Nobile y Sean Connery como Roald Amundsen.

Retomando el espíritu que alimenta Soy Cuba, y cribando el mensaje ideológico que inunda los distintos episodios en los que se vertebra el filme, que hoy resultan de una desconcertante ingenuidad por su carácter de propaganda, la cinta de Kalatózov continúa siendo una obra excepcional en cuanto a sus proezas técnicas así como una atractiva postal sobre un país recién entrado en el socialismo y que conservaba todavía vestigios del esplendor capitalista.

Un esplendor material, discursea la película, pero no moral, subraya la película.

Observada de esta manera, se multiplica su efecto de rareza, de producto único. Casi puede interpretarse como metáfora de un sueño que para unos terminó por convertirse en pesadilla.

El valor en todo caso de una película tan extraña por su singularidad como Soy Cuba es que pese a las adversidades, pese a su entusiasmo propagandístico disfrazado con poéticos movimientos de cámara, es que el filme resiste y se mantiene contra viento y mareas ideológicas. Casi como una isla acostumbrada a recibir huracanes.

Una cinta, en definitiva, que va más allá de su mensaje de buenos y malos porque conserva su carácter de cosa rara. De producto inclasificable, de filme donde el mensaje se diluye en sus atractivas acrobacias técnicas.

Saludos, hasta la victoria siempre, desde este lado del ordenador.

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