FIRMAS Salvador García

Museos, algo más que una aspiración (y II). Por Salvador García Llanos

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En efecto, las cinco salas de la exposición permanente nos introducen en una de las manifestaciones más significativas de la cultura prehistórica de Tenerife: la cerámica guanche. Es interesantísima la descripción que se hace por parte de los propios responsables del museo. Se sabe que el pueblo guanche fabricó sus recipientes, sus adornos e incluso algún amuleto en barro cocido, pero ¿cómo y para qué? La respuesta está en el barro y en el fuego para contrastar el proceso de fabricación de la cerámica. Así surgen gánigos y ánforas que son el producto alfarero de funcionalidad doméstica. Hasta llegar al barro y la magia, título de la última sala donde se exponen adornos personales de simbología mística. Finalmente, ambas funciones, doméstica y mágica, se unen formando una única composición en la réplica de una cueva de enterramiento, donde vasijas y adornos comparten el mismo espacio sepulcral, escenificando la creencia guanche en “el más allá”.

El Instituto es el ‘alma mater’ de este Museo, otra aspiración satisfecha. Y así como hay que congratularse de que aquel anticipo de quienes concibieron la idea en los años cincuenta del pasado siglo (Luis Diego Cuscoy siempre en la memoria) haya llegado a buen puerto, se debe  reconocer la predisposición de los donantes y titulares de las colecciones, así como la profesionalidad y la entereza de la conservadora, Juana Covadonga Hernández, y de sus colaboradores. Sería una omisión reprobable, aquí y ahora, no enviar un mensaje de solidaridad y ánimo justo cuando que las circunstancias para subsistir se presentan muy adversas.

Antes de que nos detengamos en la dotación museística más reciente, repasemos otros intentos, otros proyectos y otras realizaciones que ponen de relieve la voluntad, pública y privada, de contar con lugares en donde exponer, bien de forma temática bien de ámbitos más heterogéneos y no tan permanentes.

Permitan, entonces, una cierta licencia para la nostalgia. Porque podemos evocar el modesto pero valiosísimo museo de la bordadora Nievitas González, promovido por su marido. Vivieron en el callejón La Verdad. El museo fue valorado en diez millones de pesetas de los años setenta y donado a la ciudad según las últimas voluntades de ella. Se mencionan cuadros, bordados y una biblioteca de mil quinientos volúmenes. Hay dos retratos del matrimonio en las dependencias del archivo municipal.

Y recordar aquel propósito de mostrar la vocación y la inclinación comercial de la ciudad en el otrora restaurado Torreón Ventoso que, lastimosamente, sigue cerrado.

Y lamentar el cierre del Museo Naval que llevaba el apellido de los oriundos Iriarte, que entraron en la historia de la literatura española por derecho propio. Otra pérdida de muy difícil por no decir imposible reparación. ¿Cómo explicar ahora los vínculos marineros o la relación de esta ciudad con el mar sin ese museo?

Y citar el intento, en los años ochenta, del tándem César Manrique-Fernando Higueras, el genio lanzaroteño y un arquitecto madrileño cuya obra figura en el MOMA de New York, cuando se empeñaron en potenciar un museo de ciencia y tecnología en unos locales de la urbanización La Paz, junto a la carretera del Botánico, en cuyo exterior, encerrada en una urna de metacrilato, instalaron como reclamo una pequeña locomotora.

Algunos soñamos con el Carnaval o con el turismo para dar razón de ser a un museo que albergase la historia de la ciudad. El primer motivo, con una clara inclinación promocional; y el segundo, con un más que evidente reconocimiento al sector productivo que sustentó su desarrollo social y económico a partir de los años cincuenta del siglo pasado y terminó de consolidar una atrayente oferta de encantos y atractivos naturales, a la par que los producidos por la mano del hombre.

Sueños, que no delirios. Menos mal que Nicolás González Lemus y Melecio Hernández nos dejaron un volumen que refleja muy rigurosamente esa indeclinable vocación turística a la que nos hemos referido en varias ocasiones.

No fueron delirios sino realidades que nos permitieron apreciar los valores del arte religioso las que se concentraron en aquella exposición titulada Sacra Memoria que, en junio de 2001, dio un lustre considerable al 350 aniversario de la fundación de la ciudad. Fue posible acercarse a la historia del municipio a través del patrimonio artístico-religioso.

Le correspondió a Pablo Amador Marrero ser el comisario de la exposición que tuvo como marco la Antigua Casa de la Real Aduana. Sus salas albergaron medio centenar de piezas, fundamentalmente  pinturas, esculturas y obras de orfebrería de estilo barroco, pertenecientes a los fondos del obispado y a colecciones particulares. La colaboración de la Diócesis y del Cabildo Insular, junto a la coordinación de Marián Montes de Oca, fue decisiva para el éxito de la convocatoria que contó, además, con un libro muy bien documentado. El presupuesto rondó los cinco millones de pesetas y fue financiado íntegramente por el Ayuntamiento.

Hasta que en febrero del presente año cristalizó una idea con la que se completa el trío de los museos que ahora mismo pueden ser visitados en esta ciudad. Hablamos del Museo de Arte Sacro, localizado en la parroquia de Nuestra Señora de la Peña de Francia. En la mente de un estudiante portuense de último año de carrera de Historia del Arte, Eduardo Zalba González, mientras estaba al frente de la parroquia el agustino Benigno Gómez, bullía el propósito de agrupar piezas valiosísimas y bienes patrimoniales, además del aprovechamiento de dependencias del templo para su adecuada conservación y admiración.

Digamos que suyo, de Zalba, fue el anteproyecto, asumido por el actual párroco, Ángel Castro, que confió su rigurosa realización a Juan Alejandro Lorenzo, doctor en Historia del Arte, y Manuel Jesús Hernández, licenciado en la misma disciplina. Durante dos largos años, los preparativos y acondicionamientos dieron como muy digno resultado un museo que vale para interpretar el cosmopolitismo de la ciudad desde el hecho religioso. Un resultado que avalan, en preceptiva secuencia,  la Delegación Diocesana de Patrimonio, la  Comisión del Patrimonio del Cabildo Insular y la Comisión Mixta Iglesia-Gobierno de Canarias.

El museo testimonia la historia, el culto y las devociones que la iglesia matriz atesoró desde su fundación cuyos antecedentes se remontan a principios del siglo XVII. Si algunos de ustedes aún no lo han visitado, solo tenemos que recomendar sin reservas que lo hagan. Historia, cultura, arte, creatividad y coleccionismo se entremezclan en una exhibición permanente desarrollada -si se quiere, con modestia, pero también con sobriedad: alardes, los justos- en dos espacios de la iglesia que entrañan los valores de su intrahistoria y antiguo uso: el camarín de la imagen del Gran Poder de Dios, en el que se guardaban los enseres de la misma y otros bienes del templo; y la sacristía mayor que cuenta, como se explica en el folleto ilustrativo, con antesacristía y escalera procesional de acceso al camarín alto o de la Virgen de la Peña en la parte opuesta. “La recuperación de estas salas -dicen los responsables de la actuación- es una circunstancia altamente positiva y, como podrá comprobarse a lo largo de la visita, persigue el fin de rescatar, en la medida de lo posible, su ornato, apariencia y definición primigenia”.

Por completar la descripción: el museo dispone de siete secciones o ámbitos diferentes que se articulan en torno a dichas estancias, comunicadas a su vez por un pequeño pasillo interior que lo aísla de la iglesia propiamente dicha. En torno a ellas se distribuyen más de doscientas piezas que guardan relación por su uso o significación litúrgica, aunque ese hecho no se produce siempre bajo las habituales concomitancias temporales y artísticas: otra vez la reflexión de Pamuk: el tiempo, los tiempos, transformados en espacio.

El doctor Juan Alejandro Lorenzo les haría un enjundioso resumen del recorrido, a partir del doble hándicap con que se acometió la actuación museal: las características del espacio físico disponible, de un lado; y el carácter desigual de las piezas (poca escultura, poca pintura), de otro. Tales condicionantes hacen que prime el discurso, la interpretación didáctica de las piezas. Y eso nos permite descubrir el valor catequético, adoctrinador y el carácter supraparroquial, hasta concluir en que nos encontramos ante la historia misma de la ciudad, o al menos, en una parte muy importante de ella. Todas las piezas y ornamentos, en efecto, nos acercan a la realidad histórica de un templo, de una parroquia.

El majestuoso templete del Santísimo, conjunción bicontinental de credos y creatividad; los libros litúrgicos del siglo XVIII, llegados posiblemente tras la desamortización; fragmentos del antiguo piso de la iglesia, losas sevillanas y piedras de cantería;  custodias y cálices; el retablo de Montemayor, fabricado con madera de boj en el primer tercio del XVIII y apto para una minuciosa investigación; la Cruz de altar, plata en su color y original de un anónimo toledano, y otros bienes que aparecen en vitrinas y paredes permiten afirmar que la Peña sea la parroquia canaria con el mayor volumen de platería civil asociada al culto religioso.

De modo que entre aquel Museo Gómez, germen de los concebidos en la primera andadura del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias y el de Arte Sacro, sobre el que hemos desmenuzado algunos rasgos con la intención de que despierten la curiosidad de quienes aún no lo conocen, han transcurrido años, tiempo, para crear un rico y atrayente espacio. Confiemos en que la experiencia muralista de hace unas fechas tenga continuidad y hablemos, con toda propiedad, de un museo de arte urbano que puede vivirse desde la calle.

“Pero no olvidemos -como dice el crítico de arte y docente bonaerense Juan Orellana- que el museo es una institución donde la sociedad guarda, conserva, expone y muestra los objetos valiosos para la Humanidad. Tanto obras de arte, documentos históricos, del hombre, de la naturaleza, de la técnica y la ciencia. La finalidad última es conservar, guardar, proteger, restaurar todos aquellos objetos que hacen a la vida del hombre”.

El museo, es cierto, ofrece un servicio a la sociedad; en el caso específico de obras de arte, elige y selecciona aquellas que tienen valor estético y artístico y que representan al hombre en sus distintos períodos históricos. Los dispone y expone para la apreciación y valoración de sucesivas generaciones.

En su Día Internacional, esta visión ‘reportajeada’ -si nos admiten el término periodístico- ha querido destacar que, al menos en el Puerto de la Cruz, los museos, con sus luces y sombras, con sus dificultades y limitaciones, son o han sido algo más que una aspiración.

Podemos compartir aquella confesión de la actriz británica Audrey Hepburn: “Vivir es como visitar un museo. Solo al final de la visita puedes darte cuenta de la belleza que has contemplado, de lo mucho que has visto y que has sentido, pensar en ello y recordarlo, porque durante la visita no tienes tiempo para hacer todo eso”. 

Tiempo y espacio, el de los museos, donde tanta vida se concentra. El que hizo afirmar al escritor argentino Jorge Luis Borges que “somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos”.   

 

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