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Rumanzi: Comercio (cosas que cambian de manos). Por Agustín Gajate

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El comercio es la base de la civilización humana, de la mayoría de las formas de organización social que entienden que, como seres incompletos que somos, resulta más ventajoso tratar de alcanzar acuerdos con el prójimo, para obtener algo que no tenemos, que entablar una lucha de consecuencias impredecibles para arrebatárselo. Aunque cuando la diferencia de fuerzas resulta abismal, no hay posibilidad de intercambio, sino que el encuentro acaba en conquista y esclavitud o servidumbre.

La tradición comercial requiere de un proceso de negociación o regateo, para conocer el valor real de los objetos o símbolos que se intercambian. En las culturas modernas, el ancestral trueque ha sido sustituido por el dinero, en forma de monedas, billetes, cheques, tarjetas de débito y crédito o simple apunte contable de la transacción realizada.

Y la forma de obtener ese dinero, en forma real o virtual, no es otra que el trabajo, en tareas vinculadas a los procesos de producción, o el éxito como negociador o conquistador. Pero el valor del dinero es absolutamente relativo y se utiliza como forma de presión para alcanzar posiciones de ventaja en la negociación.

Hoy, en los entornos urbanos de las sociedades desarrolladas, el regateo no se realiza de forma directa, entre vendedor y comprador, sino que el vendedor pone el precio al producto o servicio y el comprador decide si lo adquiere o no. Si el vendedor no consigue colocar la mercancía, baja los precios o hace ofertas, hasta que encuentra comprador.

Y como el vendedor no quiere perder su margen cuando baja los precios, obliga al productor a bajar los precios para volverle a comprar nueva mercancía o recurre a otro proveedor que le ofrezca algo parecido a menor coste. Y el productor sólo puede bajar lo que percibe por su trabajo para competir, pero a cambio deja de consumir, lo que, a su vez, provoca una espiral de empobrecimiento generalizado entre los productores, que acaba por afectar a los comerciantes, sobre todo a los pequeños, pero, a largo plazo, también a los grandes.

No hay más que darse un paseo por las zonas comerciales de los cascos urbanos y por muchos centros comerciales para ver locales vacíos, dentro de los cuales, hace pocos años, había una gran actividad. Algunos, no hace mucho, estaban ocupados por nuevas iniciativas, que, tras unos meses, tuvieron que cerrar porque no cubrían los costes de apertura y de explotación.

Conozco a muchos comerciantes que nunca tuvieron coches de alta gama, que el único vehículo de transporte que utilizaron para su familia fue una furgoneta, que les trasladó durante décadas, junto a los productos que vendían. Gente luchadora, con estudios, que se levantaba de madrugada, cerraba para ir a comer y regresaba a la tienda, que se había convertido en su hogar y el de muchos vecinos, hasta que se hacía de noche y salía el último cliente. Entonces, hacían caja y preparaban el pedido del día siguiente, antes de volver a sus casas a dormir, y seguir así un día tras otro, semana tras semana, mes tras mes y año tras año, hasta que la edad y la crisis, cuando no se puso por medio la enfermedad, les obligó a abandonar.

El modelo de comercio trasnacional que se ha implantado globalmente origina pobreza en amplios sectores de la población, en todos los ámbitos geográficos. Hace falta construir un nuevo modelo de implantación local, que complemente al predominante y que lo pueda sustituir en el futuro. Para ello, productores y comerciantes locales tienen que comenzar a colaborar y, ayudados por las redes sociales y los nuevos sistemas móviles de comunicación, ofrecer a los consumidores cercanos alternativas a los productos importados.

Si los actuales desempleados y los futuros, junto a la generación de jóvenes que terminará sus estudios en los próximos años, no configuran un nuevo mercado de productos locales (a ser posible que requieran de procedimientos industriales de elaboración), estaremos abocados a la emigración o a la esclavitud, porque entonces no habrá posibilidad de intercambio, sino que prevalecerá la ley del más fuerte, es decir, de los más poderosos, que son quienes tienen más podrido dinero en paraísos fiscales.

Y ya que nuestros representantes políticos son incapaces de imponer una tasa a las transacciones internacionales de dinero especulativo, para aminorar sus devastadores efectos  en los mercados y en los hogares, ¿no hay en el planeta piratas informáticos que aborden a los piratas mercantiles y consigan borrar todos esos espantosos, injustos e ilegales números de sus cuentas, para despejar el camino hacia una sociedad consecuente con los principios comerciales más elementales?

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