Hoy quiero hablar de comunicación, pero no de la profesional, sino de la comunicación del día a día, de la que nosotros transmitimos y, cómo no, comunicamos al resto.
Lo primero que hay que hacer es diferenciar entre lo que transmitimos y lo que comunicamos, que son dos cosas muy distintas, pero a la vez muy ligadas. Y es que si te sientas en un lugar, como me pasó la semana pasada en Bruselas, en una cafetería al pie de la “Gran Place”, en el centro de la ciudad, te das cuenta de lo que cada uno transmite y, con ello, comunica.
Con esto no voy a hablar del aspecto físico o de la forma de vestir de cada uno o una que pasaba, porque me considero una persona que no juzga a una persona por su aspecto, sino de lo que podríamos decir del lenguaje corporal o de sus propios actos. Cada persona camina hacia su destino, el cual se haya lejos o cerca. No hay un destino marcado, ni un destino final, porque ese destino, al final se convierte en punto de partida hacia otro destino. Quiero hablar de los actos de las personas y lo que con ello comunican.
Iba en un tren que me llevaba de Bruselas a Amberes en una visita de ocio. A mitad de camino se acerca el revisor del tren. Este tenía cara de “mala leche”, serio, con un toque arisco y una pizca agria que me dio a pensar, en cuestión de segundos, varias cosas. Una de ellas era lo que ese hombre tenía que aguantar en cada viaje y otra fue que se trataba de una persona sin humor, sin sentimientos, sin tacto al trato, sin solidaridad.
Todo quedó ahí. Eso fue lo que me transmitió el revisor del tren de Amberes. Esa transmisión, que termina por convertirse en lo que me comunicó externamente. No lo conocía de nada, pero en un pensamiento fugaz saqué una conclusión de esa persona y luego me olvidé del tema y seguí mirando los paisajes de la región de Flandes.
Llegamos a Amberes. Impactado por la arquitectura de la nueva estación de la ciudad norteña de Bélgica, me bajé del tren y tomé rumbo a las escaleras automáticas. Unas escaleras que parecían interminables, ya que la estación tenía tres pisos y en cada una llegaban trenes. Mi mirada fue mirando escalón con escalón, como si se tratara de una cuenta de estos hacia el infinito, pero mi mirada volvió, antes de ascender, a la puerta del tren que me había transportado.
El revisor, ese que tenía falta de humor y que yo había juzgado, estaba en la puerta ayudando a una persona a salir del tren. Esa persona era completamente ciega. El revisor no sólo ayudó al invidente a salir del transporte público, sino que lo acompañó escaleras arriba, llegó a la planta baja, lo guió cogido del brazo por las siguientes escaleras, cruzó la gran sala donde los viajeros que llegan y salen, miran su tren con destino a su nueva partida y llegó a la puerta.
Me quedé perplejo, tanto que esperé a que llegaran a las escaleras automáticas y los dejé pasar. Móvil en mano, sólo pude sacar una foto para ilustrar este artículo. Luego les perdí entre la multitud de personas que buscaban su tren, se despedían o se abrazaban en el encuentro.
Muchas veces juzgamos a una persona por lo que transmite y, a su vez comunica, porque estamos constantemente comunicando. Tú transmites una imagen como mensaje, esta llega a través de un canal a nosotros, que nos convertimos en receptores y el problema está en que ese mensaje lo recibimos y sacamos conclusiones sobre él. Lo juzgamos y la gran mayoría de veces es todo lo contrario. Eso es la comunicación y la imagen lo dice todo.
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