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Arife: Calor asfixiante. Por Agustín Gajate

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Durante los últimos días hemos sufrido, al menos en las medianías del Norte de Tenerife, una elevación constante de las temperaturas y un descenso de la humedad relativa de la atmósfera. Al termómetro de casa le ha costado bajar de los 30 grados centígrados por la noche, mientras que, por el día, se acercaba peligrosamente a los 40, aunque algunos medidores, en puntos que recibían directamente la luz del sol por la tarde, llegaron a situarse en 54 grados.

Si a esa subida de las temperaturas, añadimos porcentajes de humedad relativa del aire inferiores al 10 por ciento, con picos registrados de tan sólo el 5 por ciento, nos encontramos ante un fenómeno meteorológico peligroso tanto para la vida humana, como para la mayoría de las formas de vida animales y vegetales, por no hablar de las bacterias y otros organismos tan necesarios para los ecosistemas de vida multicelular de los que formamos parte.

Podría decirse que hemos sufrido un intenso proceso febril, que ha durado aproximadamente una semana. Y si tener fiebre durante una semana nos deja bastante debilitados, imagínense lo que le sucede al resto de especies vivas.

En algunos manuales de agricultura ecológica, aconsejan como forma de eliminar las plagas del suelo, regar en verano abundantemente el terreno afectado y cubrirlo con un plástico negro, para no dejar que transpire y que el sol lo caliente, llegando a alcanzar temperaturas superiores a los 50 grados, que llegan hasta el medio metro de profundidad.

Después de cuarenta días, nada vivo, ni bueno ni malo, ni animal ni vegetal, sobrevive en esa franja de terreno. Es un tratamiento extremo, para propiciar cultivos más sanos, aunque la vida adyacente, buena o mala, poco a poco vuelve a colonizar ese terreno, aunque siempre tendrá algo más de ventaja lo que hayamos plantado sobre las especies mal denominadas invasoras, pues seguro que se encontraban en ese suelo antes de que llegáramos los humanos con nuestros cultivos.

El arife (palabra que utilizaban los mahoren, los guanches de Fuerteventura, para definir el calor asfixiante) que hemos vivido en los últimos días me lleva a plantearme si el planeta que habitamos no estás sufriendo con demasiada frecuencia procesos febriles y si estos continuos procesos febriles no son síntomas de una enfermedad que se agrava con el paso del tiempo.

Lo que denominamos como calentamiento global o efecto invernadero, no sólo consiste en una paulatina elevación de las temperaturas en todo el planeta, aunque los científicos dicen que es más relevante y peligrosa en los polos, sino en procesos febriles cada vez más frecuentes en diferentes lugares y continentes, por no hablar del mar, el verdadero impulsor de las formas de vida que colaboran y compiten en nuestra inestable biosfera.

Aunque el mar se autorregula de una forma asombrosa, cambiando de líquido a sólido o a gaseoso en función de la temperatura de la atmósfera. Claro que esto sólo ocurre a nivel superficial, porque, a medida que bajamos y la presión aumenta, la temperatura permanece estable, concretamente a cuatro grados centígrados, que coincide con la máxima densidad del agua. A esas profundidades, se comporta como si fuera un sólido líquido en movimiento, por efecto de la rotación terrestre y por los cambios de temperatura de las aguas superficiales, ya que si se enfrían por debajo de esos cuatro grados, se produce un intercambio con las de abajo, más cálidas, que tienden a subir.

Asusta pensar que todo este proceso de generación de vida, pero sobre todo de condiciones para la vida, que se origina en el mar a cierta profundidad, algún día pueda cambiar por un excesivo calentamiento superficial, que además resulta totalmente evitable en lo que respecta a la acción humana, porque otra cosa sería un calentamiento fruto del impacto de un meteorito o de una masiva sucesión de erupciones volcánicas en distintos puntos del planeta.

Actualmente tenemos la capacidad de interactuar en la atmósfera para mitigar el calentamiento global, pero el día que se alteren los parámetros de intercambio, entre las corrientes marinas superficiales y profundas, ya no habrá marcha atrás.

Desconozco si estamos cerca o lejos de ese momento, pero si somos una especie inteligente, como con tanto autobombo nos denominamos ‘homo sapiens sapiens’, ¿no deberíamos de dejar de asumir riesgos? ¿No deberíamos dejar de basar nuestro consumo de energía sobre los combustibles fósiles y hacerlo sobre las energías renovables (sol, viento, olas…)?

De momento, parece que los intereses por mantener el negocio de unos pocos prevalecen sobre los colectivos y de futuro, no sólo de la especie humana, sino de todas las formas de vida que conocemos y desconocemos actualmente, y a las que estamos inexorablemente vinculadas para nuestra supervivencia.

Hay quien mantiene la creencia que el dinero es garantía de supervivencia, que lo puede comprar todo. ¿Pero qué podemos comprar hoy con un sestercio? ¿O con un doblón? ¿O con un maravedí? Seguro que nos lo cambiarán por algunos euros por tratarse de un objeto de colección, pero son monedas muertas, símbolos muertos, que fueron acumulados innecesariamente siglos atrás y que no sirvieron para la supervivencia de la cultura que los sustentaba.

El dinero también se muere y, cuando se acumula en exceso, enferma y se pudre, como las personas normales y corrientes, y también las podridas de dinero. Pero la vida sigue, salvo que hayan decidido lo contrario los homos sapiens sapiens que se consideran más poderosos, por haber acumulado ingentes cantidades de podrido dinero en paraísos fiscales.

Curioso nombre el de ‘paraísos fiscales’, tan irracional como los conceptos de infinito o eternidad. Son la antítesis de la realidad que percibimos, la constatación que la existencia de unos pocos y recónditos paraísos fiscales significa la generalización de unos cada vez más monstruosos infiernos sociales.

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