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Muheten: Señales del futuro. Por Agustín Gajate

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En una gran parte de las conversaciones que mantengo a diario con amigos y desconocidos aparece la figura del incierto futuro que nos aguarda.

A simple vista, cualquier intento de adivinar el futuro parece baladí. Incluso la prospectiva, que es una actividad aparentemente científica (que define la Real Academia como «conjunto de análisis y estudios realizados con el fin de explorar o de predecir el futuro, en una determinada materia»), no deja de ser un intento de conseguir un mayor acierto sobre el acontecer que el de un reloj parado, que, al menos, dos veces al día acierta la hora exacta.

Pero no deja de ser interesante, al menos desde el punto de vista literario, analizar algunas señales, que pueden adelantarnos ciertos aspectos de ese incierto futuro, buscando paralelismos con el pasado conocido, que no siempre coincide con el pasado real.

Según diferentes crónicas, en el siglo XIV zarparon desde distintos lugares de Europa expediciones para explorar el Océano Atlántico, fruto de la misma inquietud cultural que daría origen al Renacimiento, basada en la relectura de los textos clásicos, la generalización de la brújula, los avances en la ingeniería de la construcción naval, cierto grado de temeraria ilusión y la incredulidad o la opresión de la fe ciega impuesta por la doctrina católica, que vertebraba la política de la época, y cuyos dogmas y paradigmas no se correspondían ni con las observaciones ni con el sentido común, como ahora.

En esa época y con la tecnología disponible, resultó fácil para aquellas expediciones localizar el Archipiélago Canario, cuya cumbre más alta, Echeide (El Teide) constituía una referencia visible, según consta en los propios cuadernos de bitácora de los navegantes, a 40 leguas náuticas, el equivalente a 220 kilómetros actuales.

Las nieves perpetuas de su cumbre reflejaban la luz solar y lunar, constituyendo el faro perfecto para orientarse y moverse entre las cinco islas orientales, ya que las occidentales (Fuerteventura, Lanzarote y el Archipiélago Chinijo) resultaban accesibles y visibles en cuanto se alejaran unos pocos de días hacia poniente, dependiendo de la intensidad de vientos y corrientes, desde la costa sahariana.

Eso, si Echeide no se encontraba en erupción, una hipótesis bastante probable y que justificaría su nombre de ‘Infierno’ para propios y extraños, pero, sobre todo, habría permitido su localización desde mucha mayor distancia, por la columna de cenizas que desprendería.

Si en los últimos cinco siglos se han producido cinco erupciones en Tenerife, por no hablar de las siete acaecidas en La Palma, lo más lógico es suponer que en los siglos XIV y XV hubiera también alguna que otra, capaz de atraer a los más curiosos y codiciosos aventureros.

Pero igual que los tripulantes de esos barcos eran capaces de ver las islas y desembarcar en ellas, también ellos eran vistos y su presencia fue interpretada, tras años de aislamiento, como un presagio de que algo estaba cambiando y que llegarían nuevos y difíciles tiempos para aquella sufrida cultura milenaria, que había conseguido sobrevivir en las islas, apartada de las guerras religiosas o económicas que se habían librado en los continentes cercanos.

Hoy sucede algo similar, aunque los tiempos y las tecnologías son diferentes. En el siglo XXI, quienes dirigen nuestros destinos permanecen ocultos tras electos gobernantes títeres, visibles en los informativos de ‘prime time’, mientras maquinan para conseguir sus objetivos: que el ganado social que conformamos siga caminando manso hacia el matadero económico que nos han preparado.

Igual que estaba claro el destino esclavo o insumiso de los guanches de las islas desde mediados hasta finales del siglo XV. Para ser conscientes de esta situación, no hacen falta ni adivinos ni prospectiva, sino el simple sentido común y saber leer los mensajes de gobiernos, organizaciones empresariales y sindicales.

Existe cierto consenso para que esto empeore, sin prisa (aunque a algunos les pierde la codicia), pero sin pausa. ¿Y qué podemos hacer?

Lo utópico sería volver a hacer una Revolución Francesa con las mismas ideas, que, en mi momificada opinión, son bastante buenas: libertad, igualdad y fraternidad. La diferencia es que pasar por la guillotina a los gobernantes, como entonces, no serviría de nada, porque los que realmente tienen el poder están enmascarados y se mueven en aviones particulares por todo el planeta. Además disfrutan de muchos y dispersos refugios, en territorios sin nuestros aparentes signos de democracia.

Son tiempos difíciles, muy difíciles para casi todos y ahora toca prepararse para sobrevivir al no tan incierto, sino terrible, futuro que nos espera, intentando no dejar de disfrutar de las cosas que realmente merecen la pena del presente, todo aquello que no requiera de un gran desembolso de dinero, porque éste va a ser un bien escaso para la mayoría, como en las postguerras.

Poca gente parece saberlo, pero hace casi cinco años, el 15 de septiembre de 2008, empezó una guerra perdida de antemano, como les sucedió a los guanches siglos atrás, una guerra económica no declarada. Y como nadie lo sabía, nadie peleó, nadie se resistió, nadie se organizó. Años después, el 15 de mayo de 2011, algunos despertaron y convocaron manifestaciones, sumaron indignaciones, pero ahí quedó todo y la sociedad sigue mansa, condenada sin juicio ni jurado no sólo a una cadena perpetua de trabajos forzados, sino a una esclavitud económica que heredarán las siguientes generaciones, como sucedía en la Edad Media.

Aquella guerra no declarada transcurrió ante nuestros ojos y fue retransmitida en directo por la televisión, como la mayoría de los conflictos convencionales, pero fue más rápida que la Operación Tormenta del Desierto desencadenada en Kuwait, dentro de la Guerra del Golfo Pérsico. La de septiembre de 2008 fue una guerra relámpago, a través de internet, y las armas con las que comenzaron a apuntarnos desde entonces son los mercados, el moderno ‘Leviatán’, que enunciara Thomas Hobbes en 1651, o el auténtico ‘Gran ¿Hermano?’ (o sería mejor decir ‘Gran Tirano’) que vaticinara George Orwel en su novela ‘1984’, pero cuyo título original y revelador (cambiado arbitrariamente por la editorial) era ‘The last man in Europe’ (El último hombre en Europa).

Ese ‘Septiembre Negro’, los propietarios de inmensas e incalculables fortunas (que habían perdido todo su dinero por haber arriesgado demasiado en los mercados, disparándose con productos financieros de ciencia ficción unos contra otros), decidieron que la factura de su inconsciencia la pagaríamos nosotros, el pueblo llano («We, the people», en la Constitución de los Estados Unidos), y su inconsciencia ha sido casi infinita, por lo que la factura es inmensa, realmente impagable, solo con nuestra vida o la de nuestra civilización democrática.

Ya no viviremos saludablemente para cobrar una merecida jubilación, como sucede con los pensionistas de ahora. Y si logramos sobrevivir a una sanidad pública privatizada, tendrá que ser con lo que consigamos ahorrar, y no mediante la solidaridad intergeneracional, como sucede en el sistema actual.

En los manuales contemporáneos de guerra, aplicables entre países enfrentados con una fuerte identidad nacional, se dice que es mejor herir al enemigo, que matarlo, porque así el bando opuesto se desgasta más destinando recursos a la ayuda de los heridos que a mejorar su defensa.

El futuro a medio plazo, es un futuro de postguerra, de racionamiento voluntario, de solidaridad con las víctimas que se han quedado ya sin recursos básicos, y, a largo plazo, es un futuro de esclavitud aceptada plenamente o compatibilizada con una latente y oculta insumisión. Esas son las señales del futuro interpretadas desde nuestro pasado. ¿Podemos cambiar nuestro destino? Y, sobre todo. ¿Cómo hacerlo basándonos en los principios de la no violencia, sobre los que queremos construir la sociedad del futuro?

Probablemente éste sea uno de los mayores retos a los que se enfrenta nuestra especie, después del que supuso la supervivencia de un pequeño grupo de homínidos en África, hace unas pocas decenas de miles de años, y del que procedemos los 7.000 millones de seres humanos que habitamos el planeta Tierra.

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