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Big Jim Brown. Por Eduardo García Rojas

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Ahí está la pibada gritando en el patio de butacas ¡¡¡Jim Brown!!!, ¡¡¡Jim Brown!!! Jim Brown mientras tanto cabalga por un escenario desértico, vestido de vaquero, la piel negra contrastando entre el marrón apagado de las montañas. Detrás, Lee Van Cleef y al fondo, la silueta del Teide.

Por la senda más dura es un espagueti western atípico, extraño, marciano. Y no porque dirija la cinta el casi siempre solvente Antonio Margheriti, más conocido como Anthony M. Dawson tras su paso por el cine de explotación, no, sino porque este western no se rodó en Almería sino en Canarias, territorio que ya es un western en sí mismo.

Esta cinta, además, es un curioso western al dente. Escribo curioso porque junto al gran Jim trabajan otras grandes estrellas de la blaxploitation como Fred Williamson y Jim Kelly, experto en artes marciales recientemente fallecido, que se miran a la cara, se dan de golpes mientras cabalgan por el valle de Ucanca…

Pero, francamente, el más grande, el más de lo más, el negro que convenció al público blanco a ponerse en la piel de un negro fue Jim.

Una estrella del fútbol americano y un tipo al que todavía le rinden los homenajes que se merece. Si les interesa, aparece en la paródica Mars Attacks! de Tim Burton, entre otras producciones más o menos recientes.

En estas cintas Brown está envejecido pero aún aguanta. O se aguanta en los músculos que fabricó en gimnasio, o corriendo detrás de ese balón con forma de melón.

El gran Jim debutó en el cine con una obra maestra del cine western, Río Conchos, un filme delirante, violento, despiadado, cínico que firma Gordon Douglas. Más tarde, lo vemos en Doce del patíbulo, ese clásico del cine bélico que dirige el reivindicado Robert Aldrich y todavía como secundario, aunque primer secundario, en El último tren a Katanga, de Jack Cardiff, un filme, este tren a Katanga que no me canso de ver. Tiene ritmo trepidante, un discurso tan políticamente incorrecto que todavía desarma y, encima, su amigo, su compañero, su camarada mercenario es Rod Taylor. Otro duro del cine que mamé en mi adolescencia y primera y jubilosa juventud.

Hay más Jim Brown, pero siempre como segunda estrella.

Habría que esperar al renacer del western, con acento latino o al menos influencia latina, para verlo con todo su esplendor.

Recuerdo Los 100 rifles, de Tom Gries, donde big Jim es la estrella. Burt Reynolds y Raquel Welch secundarios de la estrella.

Es probable que 100 rifles no pase la prueba del algodón, que su entusiasmo friqui haya envejecido, pero aún respira fuerza.

Una fuerza que nace de Jim, quien se acuesta con Welch en la que es, dicen unos, la primera escena de amor interracial de la historia del cine.

Jim hace historia.

Raquel hace historia.

El tuve un sueño del doctor King probablemente también.

Negro y blanco.

Blanco y negro.

El sueño del doctor King hecho realidad.

La escena, sin embargo, desata envidia entre radicales blancos y negros, amarillos y pieles rojas.

Raquel Welch…

Dioses…

Un año más tarde, 1970, Jim Brown protagoniza el que considero su mejor papel en su larga, interesante, entretenida filmografía: El cóndor (John Guillermin).

Una película, El Cóndor, cuyo guión bebe de fuentes diversas. Entre otras, El desierto de los tártaros, la obra maestra de Dino Buzzati.

Tiene subtextos este largometraje que nació solo –aparentemente– para entretener.

Laten dentro de ella muchos mensajes. Y sexo, sudor y lágrimas. Acompaña en esta aventura un Lee Van Cleef en estado de gracia. También el ambiguo Patrick O’Neal y la turbadora Marianna Hill. No olvidemos a Gustavo Rojo.

¿Quién es Gustavo Rojo?

Un actor. Hijo de la escritora canaria Mercedes Pinto. A ella le debemos Él, novela que Él, Luis Buñuel, convertiría en una de sus películas mejicanas más recordadas. Más intensas, más auténticas… Rojo hace de Bentejuí en ese western sobre la conquista de Canaria que es Tirma (Paolo Moffa y Carlos Serrano de Osma, 1954) mientras lucha con el gallardo Marcello Mastroianni por el amor de una misma mujer: Silvana/Tirma/Pampanini.

La pibada de mi generación continuó así gritando ¡¡¡Jim Brown!!!, ¡¡¡Jim Brown!!! en las salas de cine con independencia de cual fuera su título.

Me encantaría volver a recuperar las dos película que protagonizó como Slaughter, un ex boina verde que no está para reírse de las gracias de los blancos. Y de los negros, amarillos y pieles rojas también.

Después se pasó a la televisión.

Lo podías descubrir como secundario en cualquier serie de aquellas locas que hoy son como clásicos descacharrantes antes de que emergiera la   HBO. En todas ellas, Jim llenaba pantalla sin apenas explotar registros.

Registros limitados, de acuerdo, pero suficientes para big Jim.

Su público, vamos, tampoco le exigía más.

Fue el primer actor negro, o afroamericano, como deseen, que hizo el milagro.

Ya dije…

Que los blancos que no lo habíamos visto correr como jugador de fútbol americano coreáramos su nombre cuando lo veíamos en pantalla. Que fuéramos a ver la película y que gastásemos el dinero de la entrada porque en ella estaba el gran Jim.

El único, el irrepetible Jim Brown.

Saludos, la nostalgia no es un error, desde este lado del ordenador.

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