FIRMAS

Esperando a Sancho. Por Irma Cervino

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Faltaba menos de un minuto para que la manecilla del reloj le diera la bofetada diaria a las ocho, momento en el que Quijano quebrantaría el silencio de la casa con el tintineo insistente de su campanilla de plata repujada. Arminda ya estaba acostumbrada al grito que seguía después y que solo se apagaba cuando entraba en la habitación con la taza de café caliente.

– Hoy te has retrasado- le recriminó atusándose la barba sin levantar la vista porque, de haberlo hecho, se habría encontrado con los ojos de color miel de aquella mujer que le arrastraban a una realidad incómoda.

Arminda se acercó y le dejó el café humeante sobre la mesita, como hacía todas las mañanas a la misma hora. Ni un minuto antes ni un minuto después.

– ¿Ha venido Sancho?- preguntó revolviendo el azúcar al tiempo que intentaba deshacerse del humo de la taza con un suave hilillo de aire que salía de entre sus labios.
– No señor. No ha venido- se lamentó la mujer.

cafeQuijano detestaba escuchar la misma respuesta que Arminda repetía siempre, antes de cerrar la puerta de la habitación y dejarle solo de nuevo. Después de tantos años aguardando ansioso el reencuentro con su amigo de fatigas, empezaba a creer que no sería posible. Los recuerdos se hacían cada vez más borrosos y difíciles de atrapar y por eso se esforzaba en revivir con todas sus fuerzas aquel momento -el último en que vio a Sancho- temiendo que el olvido se lo llevara para siempre.

Le espantaba que llegara el día en que no fuera capaz de recordar el rostro, los gestos o simplemente la voz de su fiel escudero. Era entonces cuando se ponía a gritar desesperado para que Arminda acudiera a su auxilio con el libro que guardaba en la biblioteca de madera de la salita. Nervioso y con la respiración entrecortada, como si hubiese cruzado el planeta de lado a lado sin detenerse ni un segundo, sus dedos torpes y escarolados le ayudaban a buscar el capítulo LXXIV. Cuando lo encontraba, acariciaba la página amarillenta, soltaba el aire que le ahogaba y empezaba a leer en voz alta: “La mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía”.

Tras pronunciar estas palabras, se tranquilizaba y recuperaba el ritmo de su respiración, cerraba el libro y, evitando los ojos dulces de su fiel servidora, repetía: “No estoy muerto y él vendrá a buscarme”. Arminda no podía evitar que la pena le partiera el corazón cada vez que le escuchaba decir aquella frase imposible. No sabía en cuántos pedazos lo tenía roto ya.

– Volverá a buscarle señor. Estoy segura- trataba de calmarle, deseando, de alguna manera, que aquel Sancho por el que tanto preguntaba regresara. Pero él agitaba la mano para que le dejara a solas.

Hacía un año que Quijano le había prohibido terminantemente a Arminda llamar a don Jacinto. El médico insistía en que lo que tenía era un ataque de locura. “Ha perdido el juicio”, le escuchó decir un día cuando Arminda le despedía en la puerta, tras hacer la visita de rigor. “Y no creo que tenga cura. Unos piensan que son Jesucristo y él cree que es don Quijote”.

– Maldito estúpido- repetía cada vez que se acordaba de aquellas palabras que le atravesaron el alma.

De todas formas, Quijano era consciente de que todos hablaban de su locura y no les culpaba por ello. ¿Cómo hacerlo si, en realidad, la había sufrido? Pero de eso hacía tiempo -antes de caer enfermo- y ya estaba curado. Atrás quedaba aquella terrible lucha contra los gigantes de viento. Ahora se enfrentaba a otros molinos. Por las noches, en la soledad de su habitación, abrazado a las sábanas, rememoraba cómo se había despojado de su bendita locura en el lecho de muerte. Allí, sin saber por qué, recobró el juicio pero también en aquella cama perdió a Sancho que tanto luchó para que su amo no muriese. Al final lo consiguió pero el escudero se marchó cuando el médico pensó que había muerto. “Los médicos. Malditos médicos. Solo uno sabe cuándo se muere de verdad”, pensaba mientras terminaba de tomarse el café que ya había perdido el humo que ondeaba sobre él como una serpiente encantada.

Arminda entró en la vida de Quijano por casualidad. Serapio, el de la venta de la esquina comentó un día que el viejo profesor de Historia había regresado a la ciudad después de varios años en la capital y, ahora, ya mayor, necesitaba de alguien que le atendiera. A sus sesenta y tres años, y despechada por su marido que decidió dejarla para ir a buscar la eterna juventud, pensó que aquello se presentaba como una oportunidad caída del cielo y no dudó en aceptarla. Había oído hablar de Quijano en el pueblo. Los más viejos contaban que se había marchado para dar clases en la gran ciudad -cuando todavía se tardaba en llegar una semana y tres días- y que había leído tantos libros que su cabeza se había convertido en una caja llena de palabras e historias. Arminda se adaptó pronto al ritmo de la casa y, aunque Quijano era bastante exigente, le cogió cariño. Fue ella la primera en percatarse de que el profesor había perdido el tino cuando empezó a preguntar de forma insistente por Sancho.

quijote y sancho– No conozco a ningún Sancho, señor- le respondió la primera vez.
– Fue mi escudero y fiel compañero de batallas. Pero cuando enfermé y me dieron por muerto, él se marchó con la pena y desconociendo la verdad. Confío en que alguien le haya dicho que el hidalgo don Quijote no pereció aquella noche, haciendo caso a sus consejos- le explicó a una Arminda paciente pero incrédula.

Fue entonces cuando, Quijano empezó también a pronunciar aquella frase rescatada del capítulo LXXIV, a la que recurría después de pedir a gritos con insistencia la novela donde estaban sus andanzas.

Arminda era consciente de que aquel hombre había perdido el juicio definitivamente y, aunque al principio intentó reconducir la situación, derivó en una tensa relación y en el consecuente enfado de Quijano que podía pasar por alto las “palabrerías” del médico pero no las de su leal servidora. Fue a partir de ese momento cuando decidió no mirarle más a sus ojos de miel. No quería ver en ellos la desconfianza que tanto dolor le causaba porque siempre creyó que ella podría ser Dulcinea que había regresado para estar a su lado.

Quijano dejó de salir a la calle por si Sancho se enteraba de que no había muerto tras enfermar, y venía a buscarle. Quería estar en casa para cuando llegara. Llevaba esperando por él cinco años, con todos sus días y sus noches, sus inviernos y veranos. Cada mañana, a las ocho en punto, cuando Arminda entraba en su habitación con el café esperaba que también trajera la buena noticia. Pero lo único que le dejaba era la taza y un poco más de tristeza.

Los días pasaban y con ellos la melancolía de Quijano. Los domingos parecían más triste. Aquella mañana de finales de octubre estaba fría como el silencio de la calle. Faltaban unos minutos para las ocho. Arminda estaba en la cocina preparando el café cuando el sonido inesperado del timbre le asustó y el corazón empezó a darle golpecitos en el pecho. Se extrañó. Salvo el médico, nadie tenía costumbre de visitar la casa. Dejó el café al fuego y salió a ver quién era. Al abrir la puerta, un señor inflado y de baja estatura esperaba sonriente.

– Buenos días, ¿qué desea?- preguntó ella asustada.
– Buenos días, bella dama. Vengo a buscar a mi señor.
– Creo que se ha equivocado- le dijo, mientras hacía ademán de cerrar la puerta.

El hombre borró la sonrisa, interpuso su brazo y entró.

– Busco a don Quijote. Me han dicho que vive aquí.

Los golpecitos en el corazón de Arminda se hicieron más intensos y estaba a punto de empujar al hombrecito hacia la salida, cuando un grito irrumpió en la salita.

– ¿Dónde está mi café?- voceó Quijano aun con el pijama puesto.
– Yo… iba a llevárselo ahora pero tocaron a la puerta y me he entretenido. No se preocupe que ha sido una equivocación y el señor ya se marchaba- dijo intentando empujar al hombre que ya había desplegado su enorme panza en la salita.

El intenso aroma a café envolvió de repente toda la casa y un ruido descomunal -el de la cafetera golpeando contra el suelo de la cocina- detuvo el tiempo lo suficiente como para que Quijano y el extraño visitante cruzaran sus miradas y se reconocieran.

lasochoLa semana se presentaba fría y con amenaza de lluvia. Noviembre no iba a ser tan benévolo. Arminda se despertó y se envolvió en su bata de algodón color marfil. Preparó el café, poniendo un ojo en el fuego y el otro, en el reloj. Faltaban cinco minutos para las ocho. La cafetera pareció entender la prisa y enseguida empezó a burbujear. Sabía que en cuestión de segundos sonaría la campanilla de plata repujada y así ocurrió. Abrió la puerta de la habitación y abortó el grito de Quijano.

– Buenos días. Aquí tiene su café y usted el suyo- dijo dirigiéndose también a Sancho que no se había separado de su Quijote desde que había llegado a la casa hacía ya varias semanas.

Por primera vez, Quijano se atrevió a mirar a los ojos de Arminda cuando esta le dejó la taza humeante en la mesita. Se inclinó en su sillón, le cogió la mano y le dio las gracias. Aquel iba a ser el último día que ella le serviría el café. Quijano y Sancho partirían esa misma mañana. Así lo habían decidido. Querían recuperar el tiempo perdido y recorrer mundo en busca de gigantes. Al mirarla de cerca, le pareció la mujer más preciosa del mundo. Algún día regresaría por ella. Su Dulcinea.

Arminda había intentado disuadirles de su marcha pero el hidalgo y su escudero se resistían a cambiar de opinión. “Llevo tanto tiempo esperando por él que, ahora, no voy a dejar pasar la oportunidad”, le dijo hechizado por la mirada de la mujer que había cuidado de él con tanto respeto y cariño.

Por la tarde, asomada a la ventana, bajo el frío del otoño, Arminda vio alejarse la figura enjuta de su Quijano, acompañada de la sombra abombada de Sancho. Sus cuerpos empezaron a hacerse diminutos y se perdieron en el infinito mojado de sus ojos.

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