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Una sesión doble con verdades como puños. Por Eduardo García Rojas

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INTRO

Visto con la perspectiva que da el tiempo el año de 1973 cuenta al menos con dos películas que a mi, personalmente, me marcaron como al rojo vivo. Es decir, que alteraron mi sistema de ideas, que revolucionaron mis neuronas.

Son dos largometrajes dirigidos por cineasta a los que unos denominan despectivamente como artesanos, lo que una vez más demuestra sus escasas entendederas, y que a mi juicio –con las entendederas cada día menos claras– considero sin rubor alguno como grandes obras de un cine que en aquellos años y en aquella década transitaba por un escenario parecido al actual: sufría de crisis.

Escribamos también que estos filmes son trabajos que pese a que se resientan por el avance implacable del tiempo, a mi me continúan conmoviendo y, lo que es mejor en estos tiempos de dramática… dolencia, emocionando. Dos verbos, conmover y emocionar, que entiendo asociado a otro verbo: entretener.

EL EMPERADOR DEL NORTE

Dirigida por Robert Aldrich, que es un cineasta cuya filmografía está salpicada de títulos que todavía me conmueven y emocionan, la cinta está ambientada en los duros años de la Gran Depresión, época que refleja con descarnado realismo y en cuyas consecuencias encuentro una amarga coincidencia con los nefatos tiempos actuales.

¿Por qué?, osa preguntar alguien del público… En la película uno de los personajes, un vagabundo descuidado comenta que son días en los que los pobres que roban un pedazo de pan para comer van directos a la cárcel mientras los ricos que hacen lo mismo continúan robando cómodamente a los pobres, que somos todos.

Lo escupe casi como una maldición Lee Marvin, El emperador del norte, a su pupilo de nomadismo, Keith Carradine. Lo viejo y lo nuevo de un oficio, el de buscarse la vida, en una película que está repleta de dobleces y personajes que se miden las caras con aplastante y estúpida y viril brutalidad.

La cinta cuenta muchas historias aunque el pilar a través del cual se mueve es el duelo que mantendrá en su segunda parte el vagabundo que interpreta Marvin con uno de los vigilantes del ferrocarril, papel que asume con muchos matices un terrorífico Ernest Borgnine en el que quizá sea, es una opinión muy personal, uno de los mejores papeles de su carrera.

Vista de nuevo, El emperador del norte (Meet the Emperor of the North) es una película que llama la atención por su estrafalario sentido del humor así como por su carácter estrictamente masculino porque esta es una película de y sobre hombres al límite, desubicados y que caminan por el filo de la navaja.

En este aspecto, no hay ningún tipo de grandeza, aunque sí un peculiar sentido del honor que le es totalmente ajeno al vagabundo que interpreta Carradine, eso justifica de alguna manera como acabará al final de esta extraordinaria película.

El mensaje de El emperador del norte continúa vivo además, e insisto que resulta actual en estos tiempos que corren: plantea un desafío a la autoridad con señas claramente individualistas pero también libertarias en un país, los Estados Unidos de Norteamérica, que víctima de la brutal crisis del 29, ha cambiado radicalmente su fisonomía moral.

Tanto, que incluso “su basura ya no es la misma” le lanza como un escupitajo Lee Marvin a Keith Carradine con un doble sentido que a mí me hace estremecer, no desconcertar, todavía.

Ha llovido mucho desde entonces, pero es que incluso transcurridos cuarenta años sorprende aún en esta pequeña película la mirada profundamente cínica con la que Aldrich aborda la historia y a sus protagonistas. También la discreta distancia que pone ante ellos.

Casi parece como si el director prefiriera narrar una historia procurando en todo momento que el espectador se olvide que detrás actúa la mano de un cineasta que solo intenta convencernos de que todo cuanto vemos es producto de una realidad tan perversa y ridícula –Borgine a fin de cuentas es el otro lado de la moneda que encarna el personaje que interpreta Marvin– a la que dota de un sentido del humor perverso.

Es probable que el objetivo fuera que el público se tomase en serio la tragedia de una clase (la que encarnan los vagabundos y los vigilantes de los trenes) en un momento en el que apenas quedaban esperanzas para el mañana.

PAPILLON

La película está basada en las atractivas y presuntamente autobiográficas memorias de Henri Charrière, expresidiario que relató en este volumen –sacaría una segunda parte titulada Banco– sus experiencias entre rejas en la Isla del Diablo, en la Guayana francesa.

El filme, que dirige otro de esos cineastas por lo que siento ciega devoción, Franklin J. Schaffner, está protagonizada por Steve McQueen y Dustin Hoffman en lo que es uno de los mejores trabajos que desarrollaron en su carrera como actores y, coincidiendo con El emperador del norte, es una película cuyo mensaje entre otros tantos mensajes invita a desafiar a la autoridad.

McQueen asume el papel de Papillon –se le conoce con este nombre porque lleva una mariposa tatuada–, un hombre que cumple condena por un delito que no cometió –el asesinato de un proxeneta– que ha forjado una idea de la libertad sin quebrantos.

Hoffman, por otro lado, encarna a un intelectual. Un genio de los números preso por haber falsificado bonos del tesoro y es algo así como un marciano en ese universo poblado de bestias salvajes hasta que surge, obligados ambos por la conveniencia, una amistad que a lo largo de la película se va cimentando.

Papillon logra, en mi opinión, ir un poco más lejos de las clásicas películas del subgénero carcelario porque bucea en las aguas siempre profundas de la aventura. De hecho, todo el filme narra con pulso vigoroso el proceso de transformación que sufren sus dos personajes protagonistas, interrumpidos por los sueños surrealistas de Papillon y en los que se deja entrever la frustración de un hombre que ha malgastado su vida.

Se tratan pues El emperador del norte y Papillon de dos películas en las que pese a su condición de derrotas existenciales y su generosa reivindicación del perdedor que se resiste a bajar la cabeza, respira un mismo y atractivo mensaje en estos tiempos enfermos: rebeldía.

Rebeldía contra la autoridad. Rebeldía que se manifiesta en los personajes que interpretan con intensa convicción Lee Marvin y Steve McQueen como una seña de identidad biológica que los obliga a continuar adelante por mucho que se los persiga, castigue o encierre como a bestias.

Son hombres condenados a ser libres.

Más que drama, más que tragedia… Ahí está su grandeza.

Saludos, los sueños, sueños son, desde este lado del ordenador.

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