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Rastreando por el Mercadillo de las maravillas. Por Eduardo García Rojas

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Un buen y profético amigo me comenta que el único espacio que respira de Santa Cruz de Tenerife es la zona del Mercado de Nuestra Señora de África y creo que no le falta razón. Es más, para mi se ha convertido ya casi en visita obligada dar una vuelta los domingos que es el día en el que se habilita en sus aledaños lo que popularmente conocemos por esta tierra como Mercadillo y otros, hoy más me temo, el Rastro.

Gracias al Mercadillo me he llevado agradables sorpresas literarias. O encontrado, para que me entiendan, ejemplares de autores olvidados en el actual panorama editorial, así como otras gangas que hacen de estas visitas –casi cacerías–  una aventura con la que completar el día.

El domingo pasado, sin ir más lejos, consigo tres libros que han sido toda una sorpresa.

Por un lado Muros de adobe, de William R. Burnett, para quien ahora les escribe uno de los grandes del género policíaco así como guionista de una de esas películas que me llevaría sin dudarlo a una isla de verdad desierta: La gran evasión.

Burnett escribió además una novela clave: El último refugio, que convirtió en obra maestra Raoul Walsh en la película del mismo título protagonizada por Humphrey Bogart, para mi el mejor papel de su carrera junto a El tesoro de Sierra Madre y La Reina de África, estas dos dirigidas por John Huston.

Por otro, los ojos casi se salen de las cuencas cuando descubro ahí tirado y medio escondido entre otros volúmenes El señor Witt en el Cantón, de Ramón J. Sender, periodista y escritor al que me enseñaron a detestar en la escuela (obligatoria era la lectura entonces de Réquiem por un campesino español y La tesis de Nancy) pero al que redescubrí a tiempo y sin presiones escolares a través de Imán y más tarde El bandido adolescente, una extraordinaria biografía de Billy el niño y una gran novela sobre el lejano oeste.

Sender es, de hecho, uno de esos autores españoles que no suele decepcionarme pese a lo fecunda que sea su producción narrativa. Cito de memoria otros títulos que considero fundamentales como La aventura equinoccial de Lope de Aguirre, Bizancio, Crónica de alba, Carolus Rex y Siete domingos rojos.

Hay otros con los que espero encontrarme en el Mercadillo un día de estos, como Túpac Amaru… Cruzo los dedos mientras lo escribo.

Y la tercera sorpresa, en un puesto donde los libros se desparraman sobre una sábana blanca, un título que tuvo que haber sido editado en los años cuarenta aunque no se especifica en el ejemplar que ayer mismo termine de leer mientras una tormenta sacudía mi cabeza: Un español tras el telón de acero.

No ha dejado de sorprenderme estas supuestas memorias de Alberto Lavedán –descubro en la red que en verdad se trataba del pseudónimo del periodista Alberto Lázaro– porque si quirúrgicamente se sabe extraer todo el mensaje casposamente franquista con el que esta escrita, y en el que no se cansa de elogiar hasta el ridículo al bando ganador de nuestra Guerra Civil, el libro no deja de resultar un apasionante reportaje que, confío que escrito de primera mano, ubica a su protagonista en Praga los últimos días de la II Guerra Mundial.

En este sentido, el texto de Lavedán resulta un interesante documento siempre y cuando se tenga cuidado en drenar su rancia ideología.

El periodista describe el abandono al que las potencias democráticas aliadas sometieron a la antigua Checoslovaquia cuando fue ocupada por el ejército de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, y como finalmente terminó convirtiéndose en su satélite. También las tiranteces que mantiene con un grupo de españoles republicanos, recién liberados de campos de concentración, ante los que debe fingir para que no  descubran lo que tan insistentemente repite en el libro que es: un franquista convencido.

Esto me hizo sospechar, durante la lectura, que el tal Lavedán/Lázaro además de periodista tuvo que ser algo así como un agente secreto, pero el autor no sale del armario, luego mi sospecha queda en eso: una sospecha.

Salvo una breve nota cronológica, publicada en El País (enero de 1981) no encuentro más información, más referencias sobre Lázaro/Lavedán.

En esa nota, se informa que el periodista fue corresponsal en varias naciones europeas de la extinguida cadena Prensa del Movimiento y que hasta su muerte desempeñó la corresponsalía literaria de El Alcázar, diario de la derecha más resentida y extrema. Lo que no me sorprende leyendo sus supuestas vivencias en Un español tras el telón de acero, aunque insista que, despiojándolo de su orgullo patrio, se trata de un volumen muy atractivo para quienes, como yo, sentimos debilidad por leer las crónicas, artículos y reportajes que periodistas españoles cubrieron en el extranjero durante la década de los treinta y cuarenta del pasado siglo XX.

Gracias a Internet, me entero también que Lavedán fue autor de Legión de bronce-Legión de paz, título en el que para glorificar a la Legión española lo redactó enrolándose como novio de la muerte para que su historia se contara desde dentro.

No he podido hacerme con él, pero no descarto –si los dioses conspiran– que pueda al menos tomarlo entre mis manos un domingo cualquiera en uno de esos puestos que se diseminan por el Mercadillo de la capital tinerfeña.

Rastro, Mercadillo de las maravillas que se ubica en el único espacio donde todavía es posible la aventura en esta triste y resignada capital de provincias.

Saludos, pese a todo aún respiro, desde este lado del ordenador.

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