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Lo que no sucede en los estados federales. Por Santiago Pérez

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Al menos en dos ocasiones oí a Rubalcaba  –durante su discurso en el debate sobre el estado de la Nación–   asociar el futuro del Estado Autonómico a “lo que sucede en los Estados federales”.
En los Estados federales suceden muchas cosas, tantas como países han optado por esa forma de organización territorial del poder. Por eso no existe un canon académico ni un modelo ideal de federalismo, más allá de unos rasgos básicos definitorios: presencia, junto a las instituciones generales del Estado, de entidades territoriales que participan en el ejercicio  del poder  legislativo, a través del que se toman principales decisiones para el gobierno de la sociedad. Garantía de que esa participación no puede ser alterada unilateralmente por las instancias federales y existencia de un órgano arbitral, de rango constitucional, para dirimir los conflictos competenciales que son inherentes a una forma compleja de división territorial del poder.
Sin embargo, en la España autonómica, que presenta nítidamente esos rasgos definitorios del federalismo,  se dan  factores sociopolíticos y  reglas jurídicas  que   -realimentándose entre sí-   empujan a nuestro sistema político en dirección opuesta a la de los federalismos contemporáneos más consolidados y amenazan con la propia desarticulación de España como comunidad política.
Porque coexistir con movimientos  que tienden a crear un Estado independiente a partir de alguna comunidad territorial integrada en una organización política federal, es bastante frecuente. Pueden ser, en ocasiones, la  expresión de la propia pluralidad humana característica de los países federales. Pero  que esos movimientos disfruten de unas reglas de juego que potencian notablemente su capacidad de actuación, en la misma medida que debilitan la de los factores de integración,  es un auténtico exotismo de la España autonómica que está convirtiendo su sistema político en inviable.
La principal de esas reglas de juego es un sistema electoral al Congreso que, como ha subrayado reiteradamente R. Blanco Valdés,  a la par que premia al bipartidismo, penaliza a los partidos   de ámbito estatal y electorado disperso, dificultando la presencia parlamentaria de terceras fuerzas que ayuden a completar la mayoría gubernamental. Y, a la vez,  concede un plus de representación a partidos locales, convirtiéndolos en árbitros de la estabilidad política, posición de la que obtienen ventajas presupuestarias y competenciales. Estas contrapartidas sin fin,  van mermando la capacidad de liderazgo del gobierno central  y el cumplimiento de su tarea fundamental: velar por los valores de unidad y solidaridad, garantizando un estatuto de ciudadanía común  y unas condiciones de vida similares  a todos los españoles.
Fruto de esa dinámica, el Estado de las Autonomías ha llagado a una frontera más allá de la cual empieza a no ser, no ya un Estado federal,  simplemente un Estado viable.
Por eso me llamó poderosamente la atención que Rubalcaba, después de poner énfasis en proponer federalismo   (“como sucede en los Estados federales”)  propusiera cambiar la Constitución para incorporar a ella algunas determinaciones de los Estatutos de Autonomía, que el Tribunal Constitucional ha declarado contrarias a la Constitución o las ha interpretado, para acomodarlas a la Constitución,  como disposiciones meramente programáticas.
Los sistemas federales contemporáneos han evolucionado marcadamente hacia un fortalecimiento del Gobierno federal, a costa del poder de los Estados miembros, cabalgando las tendencias a la igualdad de los ciudadanos y al desarrollo del Estado de bienestar. Eso es lo que ocurrió en Norteamérica, especialmente desde la invención del New Deal, reforzando “de modo absoluto los vínculos federales”, como sentenció el maestro García Pelayo. Y también en la  Alemania de los años sesenta y setenta del pasado siglo, al calor del establecimiento del Estado Social.
De forma que me resulta muy contradictoria  la apelación al federalismo para proponer abrir la Constitución de 1978 a  reglas sobre el reparto del poder entre el Estado y las Comunidades Autónomas que van en dirección confederal, es decir hacia un sistema político históricamente transitorio e impracticable.
De la misma manera que me han preocupado sus referencias a la Sentencia del  Tribunal Constitucional sobre el Estatut, en la misma onda que Pere Navarro en vísperas de las elecciones catalanas (El País, 21 noviembre 2012),  cuando calificó de “disparate democrático” que “unos jueces enmendasen lo que los ciudadanos ya habían votado”. El Tribunal Constitucional no goza de gran prestigio, al igual que otras instancias constitucionales, en buena medida por la agobiante interferencia partidista. Pero su función constitucional es precisamente esa, la de preservar las  decisiones fundamentales contenidas en la Constitución.
Se van instalando lugares comunes, incluso entre personas de gran responsabilidad política, completamente contradictorios con los principios de la democracia constitucional, que hace compatible el predominio de la mayoría y la preservación de las garantías de la minoría, plasmados en el acuerdo constituyente. Es la demostración de que los factores que ponen en cuestión el modelo constitucional van ganando en el terreno más decisivo, el de las ideas, imponiendo su relato.
Forma también  parte de ese relato el latiguillo de que la Constitución dejó el modelo territorial abierto. Lo dejó abierto sólo en parte, pero lo definió perfectamente en el aspecto fundamental: las competencias exclusivas del Estado fijadas en el artículo 149.1 y en otros preceptos. Y esas competencias coinciden con las de los poderes ejecutivo y legislativo  de los gobiernos federales de hoy en día.
 A partir de ahí, los límites del sistema autonómico  están trazados como para permitirle desenvolverse y desplegar sus virtualidades. Lo que ocurre es que ninguna Constitución se sostiene por sí misma si, en el propio escenario, juegan con ventaja quienes tienen como programa el desmantelamiento del sistema. Hasta el punto de imponer no sólo sus exigencias, sino hasta su propia versión de la realidad.
Eso tampoco sucede en los Estados federales de referencia que cuentan, además,  con un sistema de partidos, y con unas reglas de juego electoral, que facilitan una interpretación de lo que la Constitución dice  y de lo que calla, y una evolución del sistema político,  coherentes con los principios federales. Sólo así puede el Federalismo producir integración política, que es su razón de ser. Y la de cualquier Estado.
Por eso estoy convencido que la dificultad del Estado autonómico no radica en las imperfecciones de la regulación  constitucional, ni por tanto los esfuerzos principales para superar sus problemas deben concentrarse en la reforma de la Constitución.
Si hago estas referencias a Rubalcaba es  porque el PSOE ha desempeñado el papel central en la consolidación de la España democrática, la España de las Autonomías, al que no puede ni debe renunciar.

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