FIRMAS

Te quiero. Por Irma Cervino

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El día que fue a buscar a Virginia Guadalajara para decirle que se iba de la ciudad porque ya no aguantaba más aquella situación, para advertirle que dejaba abandonado a su padre anciano en una casa vencida por la desidia, anunciarle que pensaba coger el tren de las siete en la estación del norte y reconocer que no esperaba que ella fuera a despedirle -ese mismo día- León empezó a morirse, aunque tardó dos semanas y tres días en hacerlo del todo.

Mientras le escuchaba cómo le decía adiós, Virginia se arrepintió de haberle dicho que le quería y de haberlo hecho en tres ocasiones, enganchada a su cuerpo. León nunca le gustó y lo único que sentía por él era gratitud. Tal vez por eso dejó que se marchara sin cuestionarle su decisión. No deseaba hacérselo más difícil. En cambio, él anidaba la esperanza de que la mujer a la que había recorrido tantas veces con sus manos le pidiera que se quedara pero eso no ocurrió y ella solo bajó la mirada, se acercó a su mejilla y le besó como si fuera uno más. Aquel gesto fue el puñal que le ayudó a morirse.

A León le hubiera gustado morir de golpe. Siempre pensó que perdería la vida de un ataque al corazón subiendo las empinadas escaleras de su viejo edificio o al caer por la ventana intentando cerrarla para que su padre –que seguía vivo a pesar de haber muerto veinte años atrás- no cogiera una pulmonía. Lo que nunca imaginó fue que le mataría Virginia Guadalajara, la mujer a la que le regaló su corazón y su bolsillo.

León se marchó el día que llegó la primavera, dejando a su padre, el coronel Braulio del Puerto, solo en aquella inmensa casa que antes había pertenecido a un tatarabuelo, con rango de conde. El día que León se fue, el anciano se quedó solo, sentado en la mecedora de la que no se había levantado desde hacía más de veinte años, cuando decidió morirse empachado de la vida. De nada sirvió la insistencia de León que trató de convencerle de que siempre tendría tiempo de morir pero don Braulio se paró en seco como un reloj de pared. Su atormentado hijo no quiso enterrarlo por si se arrepentía de aquella estúpida decisión y allí lo dejó, quieto, sin tocarlo. Todas las mañanas, cuando iba de camino a la cocina para preparar el desayuno, León le daba los buenos días. Nunca le volvió a responder, ni a mirar. Nunca más le habló. Tuvo que aceptar que no estaba vivo.

A pesar de los años que llevaba fallecido, don Braulio tenía buen aspecto y había días en que tenía mejor cara. Por las tardes, antes de marcharse a casa de Virginia Guadalajara, León se sentaba un rato a su lado y charlaba con él. Era la única persona a la que podía contarle cuánto amaba a aquella mujer de la que se enamoró la primera noche que ella le pidió un par de billetes de los grandes. Su padre nunca le cuestionó la relación, ni aquella enfermiza obsesión que llegó a desarrollar por ella. Lo que nunca se atrevió a contarle fue lo mal que lo pasaba cuando ella le acercaba la camisa y los pantalones, apurándole porque el marido de la costurera o el abogado Batista estaban a punto de llegar. Saber que en unos minutos ellos estarían allí, oliendo la piel que él había recorrido a besos, le reconcomía tanto que llegó a sentir que se pudría por dentro.

Virginia cometió el mismo error por tres veces y fue decirle te quiero. Nunca llegó a saber por qué lo hizo y se arrepintió en el mismo momento en que las palabras se le escaparon de sus labios. León, en cambio, se agarró a aquellos tres “tequiero” como si fueran la única razón para vivir.

La primera vez que a Virginia se le cayó un “tequiero”, León llegó a casa con el dedo índice tapándose el oído. Quería evitar que se le escapara. Esa día durmió sobre el lado izquierdo y la palabra mágica permaneció toda la noche centrifugando en su cabeza hasta que, a la mañana siguiente, la perdió en algún lugar de la casa. Se consoló pensando que su padre lo había encontrado y que lo recuperaría cuando se reencontrara con él en algún lugar de la muerte.

Sabiendo que no le podía contestar, León le pidió permiso al coronel para sacar de su cofre de hierro más billetes. Imaginó que le decía que sí y, esa misma tarde, abrió la cerradura oxidada para sacar lo que necesitaba. Aquello le sirvió para un par de meses más en los que Virginia dejó escapar otros dos “tequiero”, de los que más tarde volvió a arrepentirse. En las últimas semanas las cosas habían empeorado bastante y el marido de la costurera, el abogado Batista y un tal Fernando la mantenían tan ocupada que ya no tenía tiempo para León.

– Ya te buscaré si te necesito- le dijo una tarde que él la llamó por teléfono para preguntarle si podía verla.

León se pasó una semana entera en el sillón que había junto a la mecedora de su padre, sintiendo el maldito olor a podrido que salía de su corazón. Esperó angustiado a que fuera ella la que le llamara pero no lo hizo y, pensando que tal vez no volvería a verla nunca más, insistió.

– Ya te he dicho que te llamaré si te necesito. Por ahora estoy bien.

Aquellas palabras entraron en su oído, le atravesaron la cabeza y se le cayeron en el corazón putrefacto donde se rompieron, causándole un dolor insoportable. En ese mismo momento, decidió que al día siguiente iría a casa de Virginia para despedirse de ella para siempre. Estaba empezando a morirse harto de la vida, como le había pasado a su padre veinte años atrás. Aquella noche lloró tanto que, ahogados entre las lágrimas, expulsó los dos “tequiero” que aun le quedaban dentro.

Virginia le abrió la puerta pero no le dejó pasar. Con los ojos hinchados y con la pestilencia que le provocaba la podredumbre interior, León le contó que se marchaba de la ciudad, que dejaba a su padre en casa y que le echaría de menos. Ella se ató la bata de seda verde que otras veces había dejado resbalar por su cuerpo hasta el suelo y le dio un beso en la mejilla. Bajó las escaleras y volvió la vista atrás pero Virginia ya no estaba.

León no llegó a coger el tren de las siete en la estación del norte. Prefirió salir de la ciudad a pie, vagando hacia la nada, hacia el desconsuelo. Se acordó de su padre y pensó lo solo que se sentiría en la mecedora. Durante dos semanas y tres días caminó sin rumbo fijo, desangrándose de dolor hasta que su corazón podrido se paró. Mientras sentía cómo la vida rota salía de su cuerpo se alegró al recordar que pronto recuperaría el primer “tequiero” de Virginia que su padre había encontrado en algún lugar de la casa y guardó para él.

 

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