FIRMAS Salvador García

Tres momentos de la venta de pescado. Por Salvador García Llanos

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Tres momentos, tres, para evocar la actividad pesquera de la ciudad, de las pescadoras, para ser concretos. Hoy, tal actividad ha quedado sensiblemente reducida; menos embarcaciones y menos personas que se dedican a faenar. Y hay menos vendedoras -prácticamente, no hay- porque los tiempos, los enfoques, los hábitos y los métodos son muy distintos.

La pescadería estaba tan cerca de la orilla del muelle que alguna vez se vio invadida, cuando las mareas de luna llena producían una crecida y el oleaje llegaba hasta su interior. O cuando algún temporal violento producía algunos daños materiales. La cercanía era también admirable: desde allí se dominaba el horizonte y donde terminaban las modestas defensas de un refugio, siempre tan llamativo y poblado de gente, desde las primeras luces del alba. Pero admirable también era que las canastas o cestas con el género recién capturado y recién llegado a tierra pasaran, en apenas unos pasos, a las bandejas de exposición, a los puestos de venta de aquella singular lonja que, de vez en cuando, aparecía entristecida porque no había pescado, no había género.
La pescadería tenía unas barandas de madera, pintadas de verde, al menos en la época que uno la recuerda. Allí había unas pizarras que detallaban los precios. Y las balanzas o pesas que estaban muy visibles. Allí las vendedoras vociferaban también las variedades de género y el coste de cada una de ellas. Los extranjeros no paraban de disparar sus cámaras y algunos se asociaban a esa actividad cotidiana que daba vida a este rincón de la ciudad.
Aquella vieja pescadería cedió en el desarrollismo de los años sesenta, cuando se produjo el traslado al nuevo mercado municipal construido en la calle Lonjas, cerca de El Penitente, en la explanada que hoy es la plaza de Europa, y cuando el suelo donde se ubicaba, entre La Marina y el bar “Cayaya”, fue aprovechado para construir un edificio de viviendas.
La pescadería fue escenario de historias personales desgranadas entre la ilusión, el desconsuelo y las dificultades de subsistencia personal y familiar. Desde allí salían vendedoras a protagonizar la economía del trueque, a cambiar pescado por frutas u hortalizas o legumbres. A veces con la cesta en la cabeza, recorriendo el pueblo o pateándolo hasta sus límites, donde aguardaban otras familias y otros clientes. Fueron años difíciles y de cuyas penurias se salía con la gracia que proporcionaba una oferta verbal gritada espontáneamente o con una relación preestablecida que aseguraba de alguna forma parte del sustento diario.
El segundo momento sería en ese mercado. Los puestos de venta de pescado, no mucho más amplios que los anteriores, estaban en la planta baja, en un lateral que miraba al mar y que se conectaba interiormente con el pasillo donde accedían los vehículos de transporte. El muelle seguía estando cerca pero los usos sociales empezaron a cambiar. Las vendedoras, envueltas los días de frío en gruesas ropas de abrigo, se afanaban en seguir captando clientela y hasta terminaron chapurreando algunas palabras de inglés y alemán para general divertimento de los turistas que se asombraban de aquellas dotes de venta.
Ya no había cestas sobre la cabeza. Ahora había vehículos -alguno dotado de megafonía- en los que se desplazaba la vendedora hasta las poblaciones más cercanas. Pero también se había introducido la provisión a hoteles y restaurantes. Eso alteró hábitos y técnicas de comercio. Los coches isotermo y los frigoríficos ambulantes sirvieron para dinamizar esa provisión y la conservación del género.
Pero los años fueron pasando y no se producía relevo generacional. La instauración de nuevas técnicas de negocio, las exigencias de la reglamentación sanitaria y el auge del género refrigerado, gran competidor, fueron factores condicionantes, a los que habría que añadir el que la actividad local marítimo-pesquera menguara progresivamente. Así se puso de manifiesto -tercer momento- cuando fue construido el centro comercial “San Felipe-El Tejar” y el viejo mercado de El Penitente cedía para que se configurara el espacio público conocido por plaza de Europa.
El centro, que popularmente siguió conociéndose por mercado, fue el primer intento serio de modernizar las estructuras comerciales de la ciudad. Hablamos de la primera mitad de la década de los ochenta. El edificio era flamante, espacioso, modernista. Y con el paso de los años mejoraron sus dotaciones. Sin embargo, le encontraron peros, alguno de ellos totalmente injustificado, como la ubicación. A otros les costó asimilar la compatibilidad de ejercer la actividad de venta directa con géneros muy distintos y en ambiente muy diferente.
Lo cierto es que se rompió la cadena de continuidad. Las nuevas generaciones o los herederos no prosiguieron o tuvieron tantas dificultades para hacerlo que terminaron desistiendo. La competencia se había multiplicado, por supuesto. Y en las ciudades cercanas, las mismas a donde tres o cuatro décadas antes se acudía, incluso caminando, para vender el género, ya disponían de sus propios centros y de redes de proveedores. Las grandes y medianas superficies, donde se podía encontrar pescado fresco, marisco y otros frutos del mar, terminaron de apagar la llama de aquellas economías modestas, de aquel medio de vida, mantenido a base de grandes sacrificios.

En la pequeña gran historia local quedan esos tres momentos, descritos a grandes rasgos, como etapas de una actividad socieconómica que la distinguió durante muchísimos años.

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