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Y el resto es Castilla. Por Santiago Pérez

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En el intenso debate desencadenado por la reclamación de soberanía por amplios sectores de Catalunya, hay una especie de punto de coincidencia, una especie de premisa compartida en las tres orillas, porque son tres, catalanista, federalista y españolista, con todo tipo de variables y sincretismos entre ellas. Esa premisa consiste en aceptar que el resto de España es un paisaje monocorde, estático, como fosilizado.
Por eso se emplea, con ciertas connotaciones peyorativas, el slogan “café para todos”, referido al proceso de extensión de la autonomía a todas las comunidades territoriales de España y a su paulatina equiparación competencial.
Por un lado estarían Catalunya y Euskadi, todo lo más Galicia… y por otro el resto, bajo el manto rapaz, mesetario, intransigente de Castilla.
Seguramente el acontecimiento que determinó el rumbo del Estado Autonómico, antes de que se le diera ese nombre, ocurrió un mes de febrero. Febrero 1980, Andalucía. Los andaluces recorrieron con éxito una imposible carrera de obstáculos: la vía del 151 de la Constitución, un camino de fosos y de alambradas que disuadiría a cualquier polizón territorial de subir al navío de las nacionalidades históricas. Esto trastocó algunas cosas del acuerdo constituyente. El propio PSOE acabó liderando la reivindicación andaluza, cuyas exigencias fueron bien vistas por buena parte del “resto de España”, donde empezaban a anidar actitudes identitarias e, inevitablemente, igualitaristas.
El factor andaluz ha condicionado cualitativamente más el desarrollo autonómico que los Pactos Autonómicos entre UCD-PSOE (1981) y PSOE-PP (1992), no sólo por la importancia territorial y poblacional de Andalucía sino por su valor simbólico.
Después de que las Comunidades de “primera” ya no iban a ser sólo tres, las históricas, qué hacer con el modelo de Estado, cómo iba a funcionar un patchwork mitad federal, mitad unitario, cuánto iba a costar. Qué iba a ocurrir con el País Valenciano o con Aragón, de heráldica y tradiciones constitucionales compartidas con Catalunya. ¿Iban a resignarse a ser parte de la España-resto? ¿Hasta dónde llegaría un más que previsible deseo de equipararse?¿Y Navarra, con una compleja relación con los territorios vascos y, además, bien provista de credenciales históricas?¿Y Canarias, donde de los rescoldos de la UCD que, con una hegemonía electoral abrumadora durante la transición boicoteó cualquier amago cientocincuentayunista, surgió un nacionalismo inédito, alentado por sectores sociales que habían transitado el franquismo entre el confort y la complicidad?¿Y la dura Extremadura, hermanada desde siempre a Andalucía en injusticias y olvidos?.
Castilla, es cierto, fue el centro de la Monarquía española, la principal protagonista de su poder, sus éxitos y desvaríos, pero también la víctima. Su intensa participación en la “Reconquista”, primero, y la temprana rebelión de sus ciudades contra el naciente absolutismo, tras su aplastamiento en Villalar (1521), fueron las grandes excusas para acrecentar el poder de sus Reyes y acabar con sus viejas constituciones medievales. Fue Castilla protagonista y víctima. Cuando Olivares, en el Memorial Secreto, aconsejaba a Felipe IV extender el Derecho de Castilla a otros reinos, no proponía extender el poder castellano, sino el poder de la Corona ya consolidado en el gobierno de aquel reino (Tomás y Valiente). Castilla estaba diezmada de hombres y de riquezas cuando la rebelión catalana de 1640. Por eso, para recuperar Cataluña, la Corona tuvo organizar su ejército apelando a la aristocracia (J. Lynch, Los Austrias), a los mecanismos del Medioevo, después de siglo y medio de absolutismo monárquico.
No pretendo bosquejar una gran panorámica histórica, tarea que estaría fuera de mi alcance y no sólo por falta de espacio. Quiero, simplemente, dar a entender que los datos históricos dan para mucho y dan para todos los territorios, a la hora de hilvanar un relato identitario.
Cuando los Estados Unidos emprendieron la senda imperialista, a fines del XIX, dándole el puntillazo a los restos fantasmales del primer Imperio de la Edad Moderna en el Caribe y en Filipinas, el Gobierno americano tomo la decisión de despachar también una flota “emancipadora” en dirección a Canarias (Phillip S. Foner, La Guerra hispano-cubano-norteamericana y el nacimiento del imperialismo yanqui, Akal). La percepción de Canarias desde la potencia emergente era inequívoca. Sin embargo, las clases dirigentes y el pueblo de las Islas renovaron en las más diversas difíciles circunstancias su condición española, incluso cuando su economía estaba casi plenamente integrada en los circuitos del Imperio Británico. Pero los intereses y las circunstancias pueden cambiar tradiciones y acendrados sentimientos. Y, a veces, a velocidad de vértigo. La emancipación de la América Española está llena de ejemplos.
Quién no tiene en la cabeza múltiples ejemplos de países a los que su conciencia nacional no les ha llevado a reivindicar un estado independiente. Y, al contrario, a países a los que las circunstancias convirtieron en Estados de la noche al día, cuando apenas balbuceaba una conciencia colectiva. La Declaración de Independencia de las Trece Colonias destila indignación porque a los colonos no se les respetaran sus derechos como ingleses, pero muy pocos ecos nacionalistas. J. Lynch, casi caricaturizaba el súbito viraje independentista de la aristocracia peruana, preocupada “no de la supervivencia del dominio ni de la consecución de la independencia, sino del grado de poder y de control que pudiera tener en cualquier régimen” (Las revoluciones hispanoamericanas 1808-1826).
Respeto a Catalunya, a los catalanes, las aspiraciones que tengan. Disiento del nacionalismo catalán y del castizo, del canario, de cualquier nacionalismo. Los derechos democráticos de un pueblo no son ni un patrimonio, ni un mero efluvio de ideología nacionalista. Pero no me puedo hacer una idea de España sin ninguno de los pueblos que la formamos, después de una historia llena de azares, como toda historia. Y de tragedias, de las que algo nos podría haber aliviado la divina providencia. Historia compartida, al fin y al cabo, a través de la que hemos llegado a ser lo que somos.
Ni creo que si Catalunya emprende su propio camino, todo lo demás quedará como está. Y no pienso sólo en Euskadi.
Ni veo, en el caso de que Catalunya adquiera un status especial, que se vaya a resolver su encaje en España. Porque siempre estarán los nacionalistas, a los que la integración en España dejaría sin el leit motiv de su forma de entender las cosas, de su propia razón de ser.
¿Alguien cree, además de los nacionalistas catalanes y algunos federalistas bienintencionados, que el tan denostado, castellano y agresivo Estado va a meter en cintura a los demás pueblos de España cuando cunda entre las restantes regiones y nacionalidades el ejemplo catalán, ya tome la vía de la separación o la de una concertación bilateral con el “Estado”?. No será, supongo, aplicando una Constitución ni unos poderes a los que constantemente se deslegitima.
G. Jellinek, en su Teoría General del Estado, afirmaba que “…el Derecho no tiene jamás fuerza para determinar en los momentos críticos la vida del Estado, la dirección de su camino”. La Transición dio de sí la Constitución porque había un acuerdo lo bastante amplio en la sociedad española, cuyo primer paso era reconocerse a sí misma en su unidad y su diversidad. Por eso fue posible disuadir a quienes, con mucho poder en el Estado y en sus márgenes, se oponían a un proyecto diferente al de la España de siempre.
Aquél acuerdo está agrietado, erosionadas sus grandes vertientes, la democrática, la social, la territorial, las que sumaron adhesiones de personas, clases y territorios alrededor de una nueva forma de convivencia. O se reconstruye un gran acuerdo, a partir de los valores que fundaron la Constitución de 1978, o todo quedará expuesto a la “relación real entre las fuerzas”, empleando una frase de Jellinek de resonancias lassalleanas. Mal asunto en los tiempos que corren.

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