FIRMAS

Reflejos. Por Irma Cervino

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A aquella hora de la tarde había dos ciudades. Una era la de siempre y otra, la que se dejaba ver bajo los charcos que se habían formado después de más de una hora de lluvia persistente. Las calles se inundaron de paraguas de colores que parecían escudos abiertos contra las incesantes balas de agua. A Claudio el sonido de las gotas al golpear sobre el suelo le recordaba al que escuchaba cada mañana cuando el agua de la ducha resbalaba por su cuerpo y se rompía al tocar el fondo de la bañera.

Bajo aquel inmenso paraguas, se sentía afortunado por haberlo cogido, en una decisión de última hora antes de salir de casa. Había sido un acto reflejo, tal vez impulsado por el machaqueo constante al que, durante los últimos días, le había sometido Belarmina. “En la radio dicen que el viernes va a caer una buena. Vamos, que el diluvio universal es un cuento de hadas al lado de la que nos espera”, le repetía cada mañana mientras empezaba a limpiar el salón acompañada del trapo del polvo y de la pequeña radio negra con la antena plateada.

– Coja el paraguas, nunca se sabe. Los del tiempo a veces se equivocan y puede que no llueva mañana sino hoy -le insistió la mujer desde la mañana del lunes.
– No se preocupe Belarmina. Hoy día las previsiones son muy exactas -le tranquilizó Claudio que el viernes, el día que estaba anunciado el gran diluvio, cogió el paraguas.

Caminar por las calles llenas de charcos se hacía complicado y más con el paso de los coches que no mostraban el más mínimo cuidado al pasar junto a los peatones. Desde la distancia, Claudio pudo ver como un Audi rojo levantaba el agua acumulada bajo el bordillo de la acera y caía íntegro sobre una señora que, después de hacer todo tipo de aspavientos al conductor desalmado, prosiguió su camino resignada y encharcada.

Estaba anocheciendo y la ciudad real empezaba a encender las luces. También la que se reflejaba en los charcos. Claudio llevaba más de diez minutos esperando por Fernando, al que había conocido hacía dos semanas, casualmente en otra tarde de lluvia. De momento, no daba señales de vida, pero decidió aguantar unos minutos más debajo del soportal de los grandes almacenes donde habían quedado. A su lado, una señora encontró cobijo en aquel lugar. No tenía paraguas y se había mojado de arriba a abajo. Estaba totalmente empapada, con el pelo pegado a la cara y el abrigo chorreando tanto que daba la impresión de que cuando soltara toda el agua quedaría hecho un trapo. Claudio levantó disimuladamente el paraguas para poder ver mejor a la mujer que tiritaba de frío y se abrazaba a sí misma para darse un calor imposible. Era toda agua. Durante unos segundos, sus miradas se cruzaron y sintió que ella no era de la ciudad real sino de la que se veía en el fondo de los charcos.

Volvió a mirar el reloj y pensó que Fernando ya no vendría, así que tomó la decisión de resguardarse en la cafetería de la esquina, donde habían coincidido aquella tarde. “Si al final aparece y no me ve, vendrá a buscarme aquí”, pensó mientras dejaba el paraguas a la entrada. Encontró una mesa junto a la ventana. La cafetería estaba repleta de gente que, como él, había decidido entrar, huyendo del diluvio universal del que tanto le había advertido Belarmina. Por unos segundos pensó si ella habría cogido el paraguas esa tarde.

– Buenas tardes, ¿qué desea tomar? -le preguntó un camarero perfectamente seco.
– Un té, por favor -le pidió Claudio

La puerta de entrada no hacía más que abrirse y seguía entrando gente. Algunos buscaban mesa; otros, simplemente, se quedaban en la entrada mirando por la ventana como si de esa forma consiguieran que dejara de llover.

El camarero regresó con el té y dos cafés que debían ser para otra mesa. Le echó azúcar y el bucle que se formó al revolver la infusión le recordó a su vida que, actualmente, era un verdadero lío de sentimientos. A Fernando apenas lo conocía pero le gustaba. Solo habían hablado aquella primera tarde del encuentro casual y quedaron en encontrarse de nuevo en la puerta de los grandes almacenes la próxima tarde de lluvia. Hoy era ese día.

Entre el humo del té y la nebulosa de sus pensamientos, pudo ver cómo un señor ocupaba la mesa de al lado. No tenía paraguas y estaba completamente empapado, igual que la mujer con la que minutos antes había compartido soportal, aunque, en este caso, parecía más que el hombre acababa de salir de una inmersión submarina. Claudio imaginó que debía tener hasta el alma encharcada.

El té estaba hirviendo, así que sopló un par de veces antes de darle el primer sorbo. Estaba delicioso o tal vez eso era lo que le parecía después del frío que estaba pasado en aquella tarde tan desapacible. Volvió a darle otro sorbo, al tiempo que miró a su compañero de mesa que seguía escurriendo agua hasta formar un pequeño charco bajo la silla.

Fernando volvió a entrar en su mente y se preocupó pensando que algo malo podía haberle pasado. No tenía su teléfono ni sabía mucho de él. Solo le conocía de una tarde. Nada más. El ruido en la cafetería era cada vez mayor y se fijó en que el señor empapado le miraba. Se sonrieron.

– Se vive bien a este lado -afirmó el hombre mientras dos gotas de agua le resbalaban por la cara.
– ¿Eh? Sí. Aquí se vive muy bien, aunque hoy con la lluvia todo es más caótico -le respondió Claudio tratando de ser amable.
– Nosotros también vivimos muy bien pero todos pensamos que siempre es mejor lo que no tenemos y nos dejamos deslumbrar por los reflejos -añadió el señor que seguía goteando.

Claudio no entendía muy bien qué quiso decir con aquella frase tan poética y añadió un poco más de té a la taza. Caviló qué más podía decirle para no ser descortés con él.

– A ver si deja de llover ya -le comentó mirando por la ventana.
– ¡No! Eso sería horrible. Si deja de llover tendré que irme y habré perdido el viaje. Tengo que encontrar a mi hermano mientras llueva.
– Bajo la lluvia es más complicado encontrar a nadie.
– Ya, pero yo solo puedo estar aquí cuando llueve -explicó.
– No entiendo lo que quiere decir señor -se excusó Claudio.
– Perdone, no le había explicado. Yo no pertenezco a esta ciudad sino a la que hay bajo los charcos.

Claudio recibió esa última información mientras el té le bajaba por la garganta y se atragantó. Tosió dos veces y, cuando el aire volvió a fluirle, inspiró y trató de asimilar lo que había escuchado.

– ¿Está diciendo que usted es un reflejo? -le preguntó interesado.
– Lo que digo es que hay otra ciudad bajo los charcos pero ustedes, los que viven en la ciudad real, solo nos ven cuando llueve y el agua nos dibuja. Somos su reflejo.
– ¿Y cómo ha logrado usted salir a este lado?
– No hay barreras. Es cuestión de creer que puedes hacerlo. Hace dos semanas, cuando las últimas lluvias, mi hermano también salió pero no ha vuelto a casa. Las calles se secaron antes de que él pudiera regresar, por eso hoy he venido a buscarle. Al pasar vi esta cafetería con tanta gente y pensé que podía estar aquí. A él le gusta el bullicio, las luces, la gente.

Cuando ya no quedaba más té, Claudio pidió la cuenta y le comentó al señor de agua que lo acompañaría a buscar a su hermano. Abrió el paraguas y salieron a la calle. La lluvia era cada vez menos intensa. Caminaron durante un rato sin rumbo fijo, mirando a todos lados en busca del hermano desaparecido. Al cruzar la avenida principal, Claudio se fijó en uno de los charcos que se habían formado e imagino cómo sería la vida ahí dentro. ¿Era otra vida o solo un reflejo de la real? Su compañero seguía mojado y rehusó a protegerse bajo el paraguas. “Supongo que estará acostumbrado”, pensó.

Llevaban más de media hora deambulando por la ciudad sin éxito. La lluvia había parado por completo y de su presencia solo quedaban las calles mojadas y algunas goteras en los balcones.

– Igual su hermano aprovechó este día para regresar a casa -apuntó Claudio tratando de tranquilizar al hombre que tenía cara de preocupado, temiendo que las calles empezaran a secarse.
– Espero que así lo haya hecho. Solo podemos salir y regresar cuando llueve. De resto, ni ustedes ni nosotros existimos. La lluvia es la que nos hace vernos. Disculpe que le haya robado tanto tiempo pero creo que debo irme antes de que se sequen los charcos. Si mi hermano no ha regresado, supongo que tendré que volver con la próxima lluvia. Ha sido usted muy amable -y se despidió con una sonrisa.

Claudio se sintió apenado de no haberle podido ayudar. Miró al cielo y comprobó que ya no quedaban nubes. La lluvia se había acabado por hoy. Decidió regresar a casa y darse una ducha caliente. Al ir a cruzar vio a Fernando al otro lado de la calle. Quiso correr hacia él pero el semáforo estaba en rojo y había bastante tráfico. Lo siguió con la mirada para no perderlo de vista y, en la distancia, reconoció también al hombre mojado de la cafetería. Ambos estaban a punto de encontrarse. Lo hicieron justo cuando el semáforo cambió a verde pero Claudio se quedó parado, mirando cómo ambos se fundían en un abrazo, se alejaban y desaparecían en la oscuridad. Entonces cruzó la calle y fue en su busca pero no había rastro de ellos.

La noche estaba triste. Al llegar al portal de su edificio, la lluvia seguía pegada a sus zapatos. Se acordó de la mujer que se había resguardado junto a él bajo los grandes almacenes y sintió su frío. Empezó a tiritar. Antes de abrir la puerta, se acercó al bordillo de la acera para sacudir el paraguas y vio el reflejo de la ciudad sobre un charco. Imaginó que el hombre de la cafetería y Fernando ya estarían allí.

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