Se lo mamaron todo. Disfrazados de libertadores de la patria, opinaban sin cesar dando la impresión de que aquello sobre lo que vertían sus proclamas les salía de dentro. Fueron unos mentirosos. Compinchados entre ellos, tejían redes para que pareciera que se imponía la cordura. Nada más lejos de la realidad. Sus verdades estaban pagadas y ellos tenían alma de puta. Ahora han envejecido y algunos yacen a un lado del sistema que los amamantó y hoy los ha echado a patadas. Pasaron de la colaboración con la clase dirigente a extorsionar a las manos que les dieron de comer. Cayeron en la adicción al dinero fácil y a cobrar sin dar un palo al agua. Supongo que se sintieron el ombligo del mundo: indispensables, intocables. Debieron pensar que sin ellos no habría evolución o triunfo alguno. Vivieron disfrutando de los oropeles del poder y creyendo que formaban parte de un entorno que (obviamente) les era ajeno. Incluso, algunos se llegaron a convencer que eran de sangre azul y que aquello les duraría toda la vida.
La connivencia con el poder los pervirtió. Fueron tiempos de viajes, regalos, festejos y (lo que ellos consideraban) una pasta gansa. Fueron títeres de la vanidad más despreciable. Una destacada parte de la generación de profesionales que me antecede se masturbó sobre la deontología de este oficio una y otra vez. Fue una escuela maldita. Un ejemplo que contrastaba con la honestidad de aquellos directores de los periódicos de aquellas décadas de los años 80 y 90, y de tantos otros profesionales que llegaron a sentirse imbéciles al ver como se jactaban los protagonistas de hoy. Muchos de aquellos mercaderes de la opinión viven hoy acomodadamente, pero despreciados por gran parte de la sociedad a la que estafaron durante tanto tiempo. Los que se creyeron imprescindibles, hoy pasean la sombra de lo que fueron por el purgatorio…, y es que, ciertamente, hubo un tiempo en el que fueron los reyes del mambo.
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