FIRMAS

El hombre del tiempo. Por Irma Cervino

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Desde muy pequeño, su hermano siempre tuvo claro que quería ser bombero pero él no lo tenía decidido hasta que, un día de verano, la abuela, que iba a comer todos los sábados, salió corriendo del cuarto de la tele en dirección a la cocina gritando: “¡el niño ya sabe lo que quiere ser de mayor!” La madre de Óscar escuchó la algarabía, dejó las gambas que estaba desvistiendo y se asomó al pasillo donde se encontró de frente con el cuerpo jadeante de la anciana que partía las palabras en dos para repetir una y otra vez la buena nueva.

– ¡Por fin! -dijo la madre dándole un abrazo, de olor a marisco, a la anunciadora- ¿y qué quiere ser mi niño? -preguntó ansiosa.

– Hombre del tiempo -respondió la abuela, esta vez de un tirón. -¡Vaya, qué alegría! Un meteorólogo en casa. No me puedo creer que al menos tú vayas a estudiar algo importante y no como tu hermano el bombero -dijo la madre al niño, que le miraba con cara de susto.

Al día siguiente, el vecindario entero pasó por la casa a felicitar al pequeño. Recibió tantos besos y arrumacos que por la noche, antes de acostarse, tuvo que subirse a la banqueta del baño y se alongó en el lavabo para restregarse los cachetes que se le habían quedado llenos de carmín y humedades.

– ¡Qué desagradecido eres niño! -le espetó la abuela, que había decidido quedarse unos días más en la casa para disfrutar de la inmensa alegría de saber que sus dos nietos ya tenían decidido su futuro pero, sobre todo, que Óscar llegaría a convertirse en una estrella televisiva.

“Mamá, todavía falta mucho para que Óscar vaya a la Universidad” –le recordó la madre a la abuela que, cada mañana le decía lo mucho que le quería y las ganas que tenía de verle presentando el tiempo en las noticias de las nueve.

 

 

Preocupado por las cosas propias de su edad, Óscar no prestaba mucha atención a las mujeres de la casa, quienes habían decidido comprarle un pluviómetro, un barómetro, una estación meteorológica y una veleta que quedaron instalados en su habitación, quitándole el sitio a Spiderman, Batman y a un ejército de iron man que pasaron a engrosar el altillo de los trastos.

Óscar no entendía por qué se había armado tanto revuelo con su decisión ni el porqué de tantos aparatos raros de repente en su cuarto. “Esto no lo voy a necesitar cuando sea hombre del tiempo”, le dijo una tarde a su hermano Toñito, que había robado la manguera del patio y se pasaba los días apagando fuegos imaginarios por toda la casa. “Quita, quita, que se está incendiando tu cama. Aquí llega el bombero más fuerte del mundo, fusshhhhh fusshhhhh fusshhhhh ya está. Te he salvado la vida. Son 20 euros”, le decía su hermano, mientras él no dejaba de mirar la veleta y buscarle relación con su futura profesión.

Pasaron los años y los dos niños crecieron. Toñito pasó las pruebas y cumplió su sueño de ser bombero. A pesar de la insistencia de su abuela para que tuviera novia, el joven se defendía diciendo que él solo amaría a su “sirenita” y esa era la que sonaba cada vez que avisaban de un incendio. “No necesito a nadie más abuela”, le repetía una y otra vez, provocando las lágrimas de la pobre mujer que quería ver a sus nietos casados pero, sobre todo, lo que deseaba era estrenar su eterno traje de seda beige.

La abuela y la madre estaban orgullosas porque Óscar, por fin, ya estaba en la Universidad. Sabían que en un par de años llegaría a ser lo que ellas tanto habían soñado. Sin duda, un orgullo para toda el barrio.

– Mi nieto va a presentar las noticias del tiempo con Matías Prats –contaba la abuela en la consulta del médico, en el supermercado, en el ascensor, en sueños, en todos sitios.

El día que se licenció, la casa fue una fiesta. La abuela se puso el traje de seda beige y la madre preparó una comida para todo el vecindario. Toñito no pudo estar porque se prendió fuego la cocina de un quinto piso en el centro de la ciudad y tres señoras se quedaron atrapadas en un ascensor con la compra, dos perros y el cartero.

 

 

En cuestión de minutos, la casa se llenó de señoras y señores que Óscar no conocía más que de vista. Todos le daban la mano y le abrazaban, felicitándole por el logro. “Ahora empezaremos a ver Antena 3”, le aseguró una mujer que masticaba una de las croquetas de la abuela. “Y acuérdate de Canarias, que es tu tierra. No te preocupes por los de la península; ellos ya saben una hora antes qué tiempo van a tener”, le comentó un señor que se partió el pecho con su propio comentario. Óscar no entendía nada. “¿Quién les ha dicho que voy a presentar el tiempo?”, pensaba mientras se limpiaba los cachetes humedecidos por culpa de los besos.

Don Joaquín, el de la frutería, fue el único que le preguntó a qué se iba a dedicar ahora que se había licenciado. Estuvo hablando con él un buen rato, hasta que el señor dijo con desprecio: “Esto es un verdadero timo” y se marchó, dando un portazo que hizo que la flor que llevaba su madre en la cabeza cayera en la ensalada de col.

Con la cara a punto de llegarle a los pies, la abuela se acercó a Óscar y le pidió explicaciones por lo que acababa de ocurrir.

– ¿Qué le has dicho?

– Nada abuela. Simplemente le he contado en qué voy a trabajar.

– Y ¿qué pasa? ¿No le gusta Matías Prats?

– No lo sé abuela. Yo no sé quién es ese señor.

– Entonces ¿qué cosa de lo que le contaste no le gustó? Pues no sé… le dije que, a partir de mañana, me encargaría de organizar el tiempo en este barrio, que todo está muy desorganizado y que se pierden muchas horas. Por ejemplo, él mismo frutero abre muy tarde y cierra muy pronto y, sin embargo, el panadero llega de madrugada y hasta las siete de la tarde no cierra. Eso hay que cambiarlo. Ahora que soy un hombre del tiempo puedo ajustar las horas de la gente.

– Pero ¿qué dices niño? Estás loco. ¿Qué tiene que ver eso con tu trabajo? –preguntó la abuela con la cara del mismo color que su traje: beige arrugado.

– Mamá, abuela, yo no sé qué es todo este lío de la tele y de los aparatos que están en mi habitación. No sé qué tienen que ver con ser el hombre del tiempo. Ya está bien. No aguanto más.

Los vecinos empezaron a desfilar por la puerta, indignados por el trato recibido. La abuela se quitó el traje pero se dejó la cara de rabieta y la madre se pasó dos horas entre lágrimas, tratando de quitarle la mayonesa a su flor.

Al día siguiente, la abuela hizo las maletas y se marchó para siempre. No se despidió de nadie. Se sentía traicionada.

Unos meses después, Óscar montó su propia oficina en casa. Aprovechó el cuarto de la abuela que había quedado vacío y colgó un cartel que ponía: Hombre del tiempo.

A pesar de que fue el primero que se sintió timado, al final, don Joaquín también fue el primero en acudir a pedir sus servicios. Tras varias sesiones y, después de hablar con Andrés el policía y Bernar, el del camión de la basura, Óscar encontró la solución al problema del pobre hombre.

Era sencillo. Lo que le faltaba al frutero era tiempo, exactamente dos horas y 20 minutos, y a Bernar le sobraban 3 horas cada día. Después de sumar y restar, Óscar le consiguió esos 140 minutos que le hacían falta, con lo que Bernar aun seguía disponiendo de 80 minutos de tiempo libre que eran los que necesitaba el policía para poder ir a clase de inglés por las tardes. Hizo los ajustes pertinentes y todos se quedaron encantados.

Pronto la casa comenzó a llenarse de gente que pagaba por que Óscar le organizara su tiempo. La solución parecía sencilla: consistía en acoplar lo que a unos les sobraba con lo que a otros les faltaba. La abuela se enteró por una prima lejana del éxito empresarial que había adquirido el negocio de su nieto. Se sentía orgullosa pero, al mismo tiempo, no era capaz de tragarse su orgullo y seguía pensando que había sido engañada.

Siempre creyó que su pequeño Óscar sería una estrella de la tele, allí colocado delante del mapa de España y vestido con un traje de Armani. Pero no fue así. Él nunca quiso ser el hombre del tiempo con el que ella soñaba. Se lamentaba por ello pero, aun más, por haberlo perdido para siempre.

Una tarde que Óscar llegó a casa después de un par de reuniones fuera, se encontró con una señora, sentada en la salita de espera que había montado por fuera de su habitación-y-oficina y que su madre se había empeñado en decorar con flores de todos los colores, en recuerdo de la que se cayó en la ensalada de col.

– ¡Abuela! ¿Qué haces aquí? – preguntó asombrado al ver quién era su cliente.

– Es que el hombre del tiempo de mi tele se pasa los días diciendo que va a llover o que van a subir las temperaturas pero no me sabe decir cómo puedo recuperar las horas que he gastado en deseos estúpidos. Pensé que tú me ayudarías a encontrarlas.

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