El pasado fin de semana contemplé en mi gigantesco televisor y en la mansión donde suelo escapar para huir de la siniestra realidad que me rodea, los cuatro capítulos iniciales de la primera temporada de Juego de tronos, una serie que está basada en las novelas del escritor norteamericano George R. R. Martin y que no he leído –ni creo que lea– porque pese a que me gusta este tipo de historias, confieso que mi estómago quedó más que satisfecho tras zamparme siendo un tierno adolescente El señor de los anillos, de J. R. R. Tolkien.
De todas formas, quien les escribe siempre mostró más entusiasmo por el ciclo artúrico y las aventuras y desventuras de sus caballeros de la mesa redonda que por el universo de Tolkien y de toda esa descendencia bastarda que brotó a su sombra. En especial tras el éxito de tres películas inspiradas en sus novelas y que fueron llevadas al cine por Peter Jackson, quien por cierto se encuentra ahora trabajando en El Hobbit.
Sí que puedo afirmar que antes de que la popularidad alcanzara al señor Martin, conocí su nombre a raíz de una extraordinaria novela de vampiros llamada El sueño del Fevre, un relato del que conservo gratos recuerdos aunque no me haya molestado en releerla porque hay libros a los que se tiene que dejar tranquilos.
Del mismo autor, disfruté también de una antología de cuentos de terror y de Una canción para Lya, título del que apenas recuerdo nada.
Pero me voy por las ramas.
Como siempre.
Les contaba que este fin de semana vi la primera temporada de la serie inspirada en Juego de tronos y mis reacciones aún son encontradas.
Son encontradas porque si bien está bien a mi no me termina por convencer. Será porque para perder el tiempo con intrigas de palacio prefiero volver a ver Yo, Claudio, la teatral adaptación que la BBC realizó sobre la novela de Robert Graves.
Me inquieta, además, el continuará… que obliga a ver los otros capítulos de la temporada con la esperanza de que se resuelvan las tramas que se dejan sueltas pero, cosa de la edad…, digamos que ya no estoy preparado para estas cosas.
Como muchos españoles, pequé de ingenuo con Twin Peaks. Y muchísimo tiempo antes de la revolución que han supuesto las series de televisión, con aquella entrañable marcianada que respondía al nombre de Falcon Crest.
Tuve un amigo que estaba realmente enganchado a Falcon Crest. De hecho, quería ver en aquella serie una especie de espejo de su vida.
Cretinadas como éstas son habituales cuando uno piensa que es el centro del mundo.
Mi problema con las series de televisión es que no soporto verlas episodio a episodio sino de una tacada. No me gusta el continuará… Nunca me ha gustado el continuará.
Una de las mayores frustraciones de mi vida como telespectador ha sido, en este sentido, tener la oportunidad de ver las dos primeras temporadas de Deadwood mientras espero a que alguien me pase clandestinamente la tercera y última entrega (fue cancelada) de la serie.
A dos metros bajo tierra, Roma y Carnivale las digerí completa porque me pasaron las series completas. Por eso, prefiero más las miniseries.
En este sentido, les recomiendo John Adams, una apasionante y rigurosa biografía del segundo presidente de los Estados Unidos, así como Mildred Pierce, que adapta la novela del mismo título de James M. Cain, y que ya fue llevada al cine con Joan Crawford en el papel de la sufrida madre protagonista.
En cuantas a bélicas, sigo considerando palabras mayores Hermanos de sangre y The Pacific, ambas producidas por Steven Spielberg y Tom Hanks.
Hay más. Lo sé, pero es que las puñeteras series de televisión no eran el objeto de este post.
No, el objeto es que George R. R. Martin será una de las estrellas del festival Celcius 232 que se celebra en Avilés. Encuentro en el que también estará presente el escritor tinerfeño Víctor Conde.
No conozco el Festival de Avilés, que parece que está consagrado a la novela de fantasía y ciencia ficción, pero sí que reconozco a algunos de los escritores invitados como los ya citados Martin y Conde, así como Ian Watson y Lisa Tuttle.
Celcius 232 se celebra del 18 al 22 de julio y para esta gente una palabra como crisis parece que no existe en su diccionario.
Lo que me hace pensar que sus organizadores son marcianos.
Los mismos marcianos que la semana pasada recibieron por todo lo alto –doy fe de ello, en uno de mis sueños brillaban de verde esmeralda los canales del planeta rojo– a Ray Bradbury…
El bueno de Bradbury.
Afortunadamente me quedan sus libros.
Esos mismos libros que no van a terminar en las hogueras de San Juan.
Saludos, odio el ¿continuará…?, desde este lado del ordenador.
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