FIRMAS Marisol Ayala

La historia de María. Por Marisol Ayala

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Cuando conocí a María hacía siete horas que uno de sus hijos, el mayor, había sido hallado sin vida en la inmundicia que eran los Apartamentos Astoria de la capital grancanaria pero ella no lo sabía. Lo sabía la policía y dos periodistas madrugadores. Ocurre que en esta profesión las historias humanas tienen dos caras, la cara amable y la cara amarga y dura. Estamos en la segunda. Una mañana de mediados de los años noventa casi amaneciendo la casualidad quiso que me tocara cubrir esta noticia. Realizar un reportaje, una tragedia que cambió en algo mi vida y que de alguna manera propició que entrara en mi casa una mujer honrada y trabajadora que hasta ese instante era para mí una desconocida.

Risco de San Juan

Un parte policial que vomitó el teletipo hablaba del hallazgo en el portal de un conocido y problemático edificio de Guanarteme de un chico de veintidós años con una jeringuilla colgada al brazo. Alguien lo encontró en tal estado que poco después fallecería. El aspecto del muchacho era el de un chico guapo, bien vestido, alejado del perfil que por entonces teníamos de un toxicómano. Mis jefes me encargaron reconstruir su vida porque era una época en la que sucesos como esos impactaban mucho en una sociedad que veía estupefacta el destrozo que la droga hacía en cuerpos jóvenes. No sé si ese tipo de reportajes hacían bien o mal pero la noticia surgía y había que cubrirla como mejor sabíamos, en mi caso, siempre con el corazón encogido.

Nos hicimos pues con los datos personales del muchacho especialmente su dirección y con la angustia lógica de quien tiene que enfrentarse a un dolor ajeno que siempre salpica, caminamos el fotógrafo y yo rumbo a una ladera de San Juan. El acceso hasta la vivienda era tan complicado que los coches no llegaban a las casas. Caminos de piedra, barro y miseria. De manera que aparcamos donde mejor pudimos y caminamos unos doscientos metros hasta dar con la vivienda. Una puerta verde de dos alas y un llamador grande. Era la casa de los padres del muchacho que había sido hallado sin vida horas antes. Tocamos. Ya he dicho que la intención era reconstruir su vida y conocer que vericuetos había transitado el infeliz hasta que finalmente la droga se lo llevó por delante; y en el mismo porcentaje ofrecerle al lector una historia muy dura que como sabemos todos, vende, conmueve y poco más.

Nos abrió una mujer vestida de negro, amable, cariñosa, agasajadora, sonriente…en una décima de segundo nos percatamos de que no sabía la fatal noticia; no recuerdo como sorteamos la situación pero creo haberle dicho que nos habíamos equivocado y nos fuimos. Mientras bajábamos la ladera huyendo de horror, vimos subir un coche de la Policía Local. Sabíamos bien a que venían. Momentos después los gritos de aquella mujer que yo aún no sabía cómo se llamaba, ni quién era, sonaban aterradores. Fue su respuesta desgarradora a la peor noticia. Transcurridas dos o tres horas tocamos de nuevo en la casa. En un patio destartalado lleno de plantas estaba la misma mujer que por arte de magia había envejecido en dos o tres horas, mil años. Lloraba sin consuelo. En recuerdo a mi compañero fotógrafo de aquel día, Juan Antonio de Juan ya fallecido, diré que impactado por la escena fue incapaz de enfocar el rostro de la señora bañado en lágrimas. Disimuladamente salió a dar un paseo y regresó poco después a efectuar su trabajo. Más tarde María, así se llamaba, nos contó como era su hijo, lo ajena que estaba a su vida nocturna y nos mostró fotos que nos devolvía la imagen de un chico atlético, alto y guapo. No recuerdo haber visto a nadie llorar con la desesperación y el silencio de la pobre María. Lloró mucho y secaba sus lágrimas con la falda, la rebeca, un pañuelo. Una imagen desoladora.

La casa de María era la vivienda de gente muy humilde, esa que vive en la orilla de una ciudad que se mueve y progresa pero que no invita a pasear a los más desfavorecidos. Hablamos de su futuro, de su vida, de su necesidad de seguir viviendo porque tenía otro hijo. En un momento de la conversación le pregunté si tenía trabajo y me dijo que no; que apenas sabía hacer nada pero que lavaba y planchaba la ropa de dos familias. Solo eso. “Pero María, usted ha sacado a su familia adelante, algo sabrá hacer, mujer…tiene que salir de esta casa, animarse…”. En ese instante decidí que me la llevaba a casa; que me ayudaría a criar a mis hijos. Se lo ofrecí y a las dos semanas fuimos a buscarla. Personalmente tuve la necesidad de ayudar a una mujer a la cual la vida no solo la había machacado de forma cruel sino que además era incapaz de manejar sus escasos recursos para ponerse en pie. Muchos años estuvo en casa, muchos años de confidencias y muchos años de protegernos mutuamente. Pasado el tiempo tengo la certeza de que eso le sirvió para salir de un entorno de amargura, sentirse útil y vivir. De vez en cuando en casa comentamos “las cosas de María”, una querida señora a la que siempre le estaré agradecida. Siempre.

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