FIRMAS Salvador García

El pescador del viento. Por Salvador García

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Iba al refugio pesquero todas las tardes, a veces al mediodía, si no hacía mucho calor. Avanzaba por el sólido dique de piedra, hasta donde el bajío se desnudaba lentamente y donde ya no salpicaban las olas. Embutido en su traje, de vez en cuando con cachucha y encorbatado, su fisonomía de hombre severo y poco hablador parecía cobrar mayor personalidad. ¿O sería que él propiciaba ese atuendo para que nadie le molestara ni le reprochase.

Atravesada la colilla cercana a la comisura, de vez en cuando se remangaba, ora de pie ora sentado al borde del dique con los pies colgando, escudriñaba el horizonte, movía la cabeza a diestra y siniestra si la marejada se recreaba -cuando estaba en bonanza, lo hacía de arriba abajo, como si afirmara- e iniciaba su ritual de cada tarde.

Lorenzo repetía mecánicamente los movimientos: lanzaba el engodo, extendía la caña, insertaba la carnaza en el anzuelo, miraba hacia atrás por si había alguien y lanzaba. Sólo que no había cubo para depositar el engodo ni caña ni tanza que extender ni cebo… Hacía todos esos movimientos sin elementos físicos. Luego gesticulaba como que sostenía la caña y escrutaba la vista en busca de la boya inexistente. Y empezaba a halar cuando presuntamente picaban. Pero él hacía esfuerzos, torcía el cuerpo y mascullaba unos vocablos ininteligibles, sobre todo cuando la captura supuestamente se escapaba y él lo lamentaba aludiendo a la madre que lo parió. No, no: tampoco había peces.

Pero Lorenzo sí que estaba allí. Le daba igual que le vieran de cerca o de lejos. Los extranjeros no entendían nada de nada. Él no molestaba a nadie. De vez en cuando unos pocos chicos, los que ya sabían de su rutina, se ponían en los alrededores y hacían alguna mofa o le imitaban. Pero él no se inmutaba: les miraba sin perder la compostura y seguía a lo tuyo.

Hasta que un día, uno de ellos, más confianzudo, se atrevió a preguntarle con educación y cierta sorna:

-¿Qué está pescando, maestro?

El chaval aguardaba una respuesta que pudiera explicar todo aquel pesquero imaginario. El hombre hizo como que estiraba la caña, apartó la mirada que había fijado sobre la lámina de agua, tiró la colilla al mar con un suave empuje de lengua y se dirigió al chiquillo con una ternura que acaso no esperaba:

-El viento, niño, ¿no lo estás viendo?

-¿Y no pica?-, siguió interrogando el chaval.

-¡Claro! Me llevó la vida, no dejes que te haga lo mismo-, dijo Lorenzo.

El chico se rascó la cabeza, sin entender muy bien. Había recibido una lección en pocas palabras. Se la brindó Lorenzo, el pescador del viento.

(Publicado en Tangentes, número 46, mayo 2012).

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