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Salve quien pueda la vida. Por Eduardo García Rojas

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En estos tiempos en el que el monstruo que conspira para hacernos infeliz aprieta un poquito más las tuercas satisfecho por el miedo que nos ha metido en el cuerpo, escucho las dramáticas declaraciones del poeta y Premio Canarias de Literatura Arturo Maccanti.

Declaraciones dramáticas en las que revela los apuros económicos por los que está atravesando pese, recalca, a contar con treinta años, cinco meses y veinticinco días de trabajo y cotización.

Maccanti, como otros muchos canarios y españoles, no tiene jubilación y el Estado le ha negado una pensión no contributiva.

Su situación es desesperada, y como un personaje kafkiano se enfrenta ahora a la fría maquinaria burocrática que nos gobierna reclamando, defiende, lo que cree que es suyo. Que le pertenece.

Pienso, mientras esucho la queja desesperada de Maccanti, en lo que están pasando otros ciudadanos que, como Maccanti, se encuentran en la misma situación. El poeta, al menos, aún conserva su voz. Y su caso, perfectamente traducible a otros tantos que se encuentran en su misma situación, se hace público y sabe a trago muy amargo.

En el laureado poeta se manifiesta así los juegos del hambre que está proponiendo esta nueva reformulación del sistema. El cambio radical de un modo de vida que es capaz de movilizar a todo un gobierno para proteger a una empresa multinacional pero que obvia –casi diría que con asco–  a sus ciudadanos, cada día más pobres. Cada día más confusos ante lo que ya tienen encima.

La situación de Maccanti, que es la misma situación por las que están atravesando otros, con independencia de la edad, urge una respuesta inmediata. Respuesta, lamentablemente, que no creo que llegue nunca.

En unos días donde la consigna es salve quien pueda la vida, y en el que la palabra cultura ha sido relegada a un indiscreto tercer plano, lo mejor que podemos hacer es salir a la calle y protestar o encerrarnos en nuestras casas y volarnos la tapa de los sesos.

Entiendo así el caso de Maccanti como el de otra víctima más de un estado de las cosas donde ya no importa mirar hacia otro lado.

Maccanti dice: “Soy mayor y no tengo por qué ocultar a los canarios el dolor que estoy sufriendo. Creo que he hecho mucho por mi país, por mi pueblo canario, aunque sea desde el ámbito poético e idealista. Ahora es el país el que tiene que ayudarme, no estoy pidiendo yates, ni cacerías, sino que me concedan una mínima pensión con la que vivir”.

Y entiendo, no sabe cómo, su reclamación y su miedo.

Pero también entiendo, y no saben cómo, que su grito quedará en nada.

La respuesta de ese país al que tanto contribuyó con su idealismo y su poesía es que ya no le queda dinero.

Una invitación a búsquese usted la vida que como frase no resulta tan aplastante y atronadora como cuando te la sueltan a la cara.

El mensaje es claro: Salve quien pueda la vida.

Eso sí, cuando el señor Maccanti no esté entre nosotros (y le deseo una larga vida y que sus asuntos se arreglen en la medida en que se pueda) ese mismo país que se encogió de hombros ante casos como el suyo llorará su muerte y, probablemente, hasta le dedique un Día de las Letras Canarias.

Ya saben, ahora de lo que se trata es: Salve quien pueda la vida.

Saludos, el miedo cultiva el miedo, desde este lado del ordenador.

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