Una amiga y yo, ambas en el paro y con tantas perspectivas de reinserción laboral como posibilidades de reinserción social tiene un reo americano en el corredor de la muerte, andábamos desesperadas por buscar un entretenimiento que nos suministrara endorfinas y nos elevara la autoestima una vez que descartamos apuntarnos a un curso de ayudante de topógrafo en Gran Canaria. Desechamos también una actividad que no falla a la hora de proporcionar placer intelectual: irnos de compras. Entre otras cosas, porque las tarjetas de crédito emitían una alarma lúgubre y altisonante a cada intento de meterla en un cajero.
Hartas de llamar la atención, preocupadas por la posibilidad de que las fuerzas del orden se presentaran en la sucursal bancaria o en la tienda para proceder a nuestra detención por intento de fraude, nos inventamos un nuevo deporte que nos está resultando grato, económico y además, divertido: el inmobiliaring.
Tiramos de anuncio, elegimos casas de medio-alto estanding, preferiblemente con piscina, y concertamos una cita para huronear en los inmuebles que otros han puesto a la venta, en la mayoría de los casos por la maldita crisis. Para que funcione, si se deciden, hay que elegir siempre inmobiliarias distintas, ir hechas una percha, o sea, vestidas de domingo, con abundante bisutería, y aparentar lo contrario de lo que se es. Por ejemplo, mujer objeto de alto ejecutivo de multinacional de prestigio en avanzadilla para elegir domicilio ante inminente traslado del marido a la Isla.
Ya en la vivienda, con el solícito vendedor entregado a la causa, hay que actuar con desdén calculado, una pizca de asombro y no ahorrar pegas del tipo a) hummm, no sé si en el garaje cabrán los cuatro coches, b) ¿cómo, no tiene cancha de pádel?, c) ¿y la vivienda del personal de servicio?, d) ¡cómo, sólo tiene seis habitaciones!, y d) ¡no me diga que la piscina no está climatizada!
A la hora de la despedida hay que buscar la excusa de toda la vida comprenda-que-debo-consultarlo-con-mi-marido; evidenciar cierto disgusto, supongo-que-lo-de-la-piscina-se-podrá-arreglar, y finalmente besuquear al intermediario y, lo más importante, dar un número de teléfono móvil que no sea el suyo, lo que añade diversión al inmobiliaring.
Ya en casa, hasta la hipoteca que soporta una parece una tontería comparada con la que debe estar pagando el dueño del chozo visitado. ¡Imagínense que ni siquiera pudo climatizar la piscina!
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