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EL PERDIGUERO. El infierno y un hotel de putas. Por Fernando Fernández

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Hoy el olfato del perdiguero me lleva hasta un lugar que cuando lo visité  me pareció lo más semejante a  un infierno. He leído que los teólogos hoy hacen una interpretación matizada del infierno que me enseñaron en el catecismo de mi infancia, pero aquel infierno de fuego eterno era muy parecido a Calama, la capital minera del norte chileno. Situada en el altiplano, en medio del desierto de Atacama, a más de 3.000 metros sobre el nivel del mar, el termómetro marca los 40 grados  a mediodía y baja de cero en las noches  más frías. Con un aire ventoso, caliente y seco, el polvo del desierto en suspensión se mete  en los ojos y en las orejas y las mucosas nasales se resecan y cuartean,  causando un dolor insoportable cada vez que respiro. La reciente lectura  de una novela del chileno Hernán Rivera Letelier, El arte de la resurrección, que recomiendo vivamente, tiene un hilo argumental que en cierto modo me recordó aquella visita a Calama y a las minas de cobre a cielo abierto Radomiro Tomic y Chuquicamata, las mayores del mundo, en octubre de 2006. Chuquicamata tiene un diámetro de 4 kilómetros y cerca de mil metros de profundidad.

Foto: Fernando Fernández

Llegué hasta allí por mi interés en conocer los resultados de un programa para el desarrollo de las comunidades indígenas del norte chileno en cuya gestación había participado, pero las autoridades del país quisieron mostrarnos su pujante actividad minera, que financia en buena medida el próspero desarrollo chileno. Chile es el primer productor mundial de cobre, que tiene una creciente cotización en los mercados internacionales gracias a su demanda en algunos países en desarrollo, especialmente China, que consume el 40 por ciento de la producción mundial. Eso ha permitido a las autoridades chilenas afrontar el esfuerzo económico necesario para la modernización de su producción cuprífera, gestionada por Codelco, una empresa estatal en la que el ejército chileno tiene una participación substancial, por ser de interés estratégico nacional. Fue Codelco la encargada de organizar nuestra visita y como pronto sospeché, tuvieron más interés en mostrarnos los avances de su producción minera que en darnos a conocer la situación de los pueblos indígenas.

Foto: Fernando Fernández

Aterricé en el aeropuerto de Antofagasta, que ya había visitado unos años antes para conocer sus observatorios astronómicos, financiados en parte por la Unión Europea. Desde allí nos trasladamos por carretera hasta Calama. A medida que ascendíamos hasta alcanzar la cota de los 3.000 metros, el aire se hacia cada vez mas irrespirable. El desierto de Atacama es de color gris ceniza, veteado aquí y allá por un rojo cobrizo que le da un aspecto muy diferente de las doradas y brillantes arenas  del Sahara, en el que detrás de unas dunas puede surgir de pronto  un palmeral alrededor de un oasis, en el que los camellos sacian su sed y los tuareg intercambian sus mercancías para continuar la interminable ruta de su comercio nómada. Tampoco tiene la fauna del desierto namibio del Kalahari, en el que las jirafas y los antílopes cabalgan para escapar de la amenaza de los depredadores que acechan al atardecer y al amanecer. Rodeado por  picachos andinos clavados como alfileres cubiertos de nieves permanentes, Atacama es el desierto más árido e inhóspito del planeta que por no tener, carece hasta de una literatura que contribuya a enaltecer unos atractivos de los que carece. Solo al anochecer, cuando el sol se refugia tras el cercano Pacífico, su cielo limpio y estrellado te anima a admirar un espectáculo singular y único.

Foto: Fernando Fernández

El cobre ha sido hasta hoy su única fuente de riqueza y a la luz del día,  las minas a cielo abierto son un espectáculo indescriptible en las que cavan incansables los gigantescos camiones oruga que suben y bajan, serpenteando en espiral unos cráteres artificiales para extraer su inagotable maná. Unos camiones que caminan pesada y lentamente en interminables vueltas y revueltas, desde el fondo de la mina hasta las cintas trasportadoras que llevan su carga hasta las plantas de transformación. Son camiones conducidos por robots que la ingeniería japonesa ha diseñado para evitar la perdida de vidas humanas, debido a los frecuentes accidentes de un tráfico pesado a través de un estrecho sendero. Unos camiones en los que todo tiene una dimensión desorbitada. Desde su peso y tamaño, con  una capacidad de carga de mas de 300 toneladas, movidos por un motor de 2.700 caballos,  hasta su precio de millones de dólares la unidad. A su lado, uno siente la pequeñez de la dimensión humana, que apenas alcanza la altura del diámetro de sus colosales neumáticos.

Terminada la visita a la mina de Chuquicamata, los ingenieros de Codelco nos llevaron hasta sus instalaciones de dirección, donde nos ofrecieron un refrigerio al tiempo que visionamos una presentación en power point para conocer los pormenores  de la actividad propiamente minera y sus programas de promoción de un desarrollo sostenible para la cada vez mas escasa población autóctona, empujada hacia los altos andinos por el aumento creciente de la población, obreros, ingenieros, economistas, sociólogos, personal cualificado en promoción del medio ambiente y un largo etcétera. Solo entonces pude conocer la preocupación de la empresa minera, y en definitiva del estado chileno, por la salud y la educación de los indígenas, convertidos hoy en una minoría étnica entre la avalancha humana que en apenas unas décadas, ha duplicado la población de la comuna de Calama, en su inmensa mayoría hombres.

Foto: Fernando Fernández

Cansados, sudorosos y literalmente cubiertos del polvo terroso del desierto, al anochecer llegamos a  nuestro hotel, con la intención de dormir algunas horas antes de retomar antes del amanecer el camino de regreso hasta Antofagasta y nuestro avión a Santiago, la capital chilena.

Eso es lo que creíamos. El hotel era un edificio de planta baja y un primer piso, del que no recuerdo nada especial; solo conservo en mi memoria la notable cantidad de féminas dispersas aquí y allá, en todos los lugares y rincones de la cafetería y restaurante. Fumaban, bebían y su provocativo maquillaje denunciaba a lo lejos su condición de profesionales del amor. Según fui informado, algunas eran nativas y su lugar de trabajo se encontraba en los apartamentos y chalets adosados cercanos al hotel, pero su inmensa mayoría se alojaban allí y provenían de Argentina, Bolivia y Perú, países limítrofes de la zona; en tiempos de penuria económica, venían hasta Calama, atraídas por una mayoritaria población de hombres con los bolsillos llenos de dinero fresco, hombres de negocios y rudos mineros en busca de compañía para compartir la soledad de su duro oficio en un tan inhóspito lugar. El hotel carecía de aire acondicionado y calefacción y tampoco tenía agua caliente, debido a una inoportuna avería, según me dijeron. Después de una breve ducha con agua casi helada, procedente directamente de las nieves andinas, y de una cena frugal, marché a mi habitación con la sana intención de descansar unas horas, pero me resultó imposible conciliar el sueño, sobresaltado por las voces y sonidos procedentes de la habitación contigua. Después de ir a la recepción para pedir otra habitación y verificar hasta por 3 veces que en todas tenía la misma música de acompañamiento, decidí tomarme media botella de pisco, un aguardiente de la zona, e irme a dormir la mona, sin otro resultado que padecer al levantarme una resaca y una jaqueca que me acompañaron hasta muchas horas después de mi regreso a Santiago, con la sensación de haber vuelto del mismísimo infierno.

Fernando Fernández

 

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