Manuel E. Díaz Noda.-
Desde el principio de su carrera como director, Terrence Malick se ha ganado a pulso la etiqueta de cineasta de culto, capaz de generar en el espectador sensaciones muy diferentes y, en ocasiones, también encontradas. Amante de las imágenes que trascienden la mera ilustración, interesando en un tipo de cine más alegórico y de corte poético que puramente narrativo, sus películas suelen abandonar o dejar en suspenso elementos de la trama, sin que ello suponga un inconveniente para el cineasta. Su filmografía se construye sobre las teorías panteístas, según las cuales toda la existencia, el mundo, el universo compone un orden superior que podemos definir como Dios. Es, por lo tanto, a partir de la observación y el estudio de lo que nos rodea que podremos acceder a un conocimiento de lo divino. Malick no busca contarnos la historia particular de un grupo de personajes, sino que ambiciona trascender lo físico y que su mirada nos lleve hasta Dios. Con este fin, Malick, desde su debut en 1973 con “Malas Tierras”, se ha regodeado en la combinación de la imagen y la voz en off como principales herramientas de expresión, dejando, por otro lado, que sus protagonistas deambulen por la pantalla sin demasiado diálogo, permitiéndoles integrarse en un entorno que acaba fascinando al director más que sus propias vidas y experiencias.
En la puesta en escena del cineasta, ha destacado siempre un exquisito cuidado de la fotografía (a cargo de artistas de la luz tan excelsos como Néstor Almendros, John Toll, o Emmanuel Lubezki), además de un tratamiento del tiempo narrativo que seremonta a las teorías de cineastas rusos como Andrei Tarkovsky. Las dicotomías entre Naturaleza y Civilización, Amor y Violencia, lo Humano y lo Divino, el Pasado y el Presente son temas recurrentes en sus películas, las cuales llegan a establecer estrechos vínculos entre sí a través del discurso panteísta de su autor. Su último trabajo se presenta, de manera muy ambiciosa, como el culmen de todo ello, el punto de confluencia con el que Malick ha querido consolidar de manera definitiva esos vasos comunicantes que ha ido desarrollando a lo largo de sus casi cuarenta años de escueta, pero intensa, filmografía. De hecho, de manera muy general, podemos decir que todo el cine de Malick podría integrarse en una única opera magna que se desarrolla entre el prólogo y el epílogo de “El Árbol de la Vida”.
Es cierto que, como cineasta, Terrence Malick ha generado su propia categoría, su propio rasero a la hora de evaluar sus trabajos. “La Delgada Línea Roja” o, especialmente, esta “El Árbol de la Vida” no pueden ser vistas o evaluadas de acuerdo a los parámetros generales que rigen el medio cinematográfico, de ahí en muchas ocasiones el rechazo que produce entre un sector del público que se acerca a ver sus películas. Por otro lado, tampoco es menos cierto que a pesar de esa idiosincrasia que le ha definido desde su primera película, el cineasta no puede ocultar sus referentes más inmediatos, que en este último ensayo cinematográfico se resume perfectamente en dos nombres irrenunciables del Séptimo Arte como son Stanley Kubrick o Andrei Tarkovsky.
Concretamente del primero ha cogido el propósito existencialista, creacionista incluso, de “2001. Una Odisea en el Espacio”. Las tan comentadas secuencias de introducción y cierre de la cinta donde, de manera exquisita, pero también megalómana, el director nos presenta el Origen de la Vida nos retrotraen a la obra cumbre de Stanley Kubrick y su referencia al nacimiento del ser humano. En esto Malick se ayuda también de algunos de los aliados de su referente, como es el caso del especialista en efectos especiales Douglas Trumbull, quien, al igual que hiciera en 1968, aquí nos sobrecoge con espectaculares imágenes del universo y la gestación de nuestro planeta, pero también, a escala microscópica, la aparición de la vida a través de la evolución de organismos unicelulares. Todo esto acompañado por una selección musical donde se prioriza la elección de composiciones preexistentes de autores como Hector Berlioz o Gyorgy Lygeti, ya presentes en “2001. Una Odisea en el Espacio”, a la partitura creada expresamente para la película por el músico francés Alexandre Desplat. Esto tampoco es nuevo, pese a haber contado con algunos de los músicos más destacados del panorama cinematográfico (Ennio Morricone, Hans Zimmer, James Horner), en las películas de Malick siempre ha existido una preferencia por composiciones de música clásica (Carl Orff en “Malas Tierras”, cantos tradicionales melanesios en “La Delgada Línea Roja”, Wagner en “El Nuevo Mundo”) que se fusionan de manera orgánica con el montaje de imágenes del director. Por otro lado, de Tarkovsky encontramos un tratamiento contemplativo de la luz, del espacio y del tempo narrativo. El nivel de significación de cada plano de la película está cuidado de manera exhaustiva, hasta el punto de que en ocasiones prima lo particular sobre la construcción general de la cinta. Y, sin embargo, pese a esto, o precisamente por ello, la película, como el resto de la filmografía de Malick, se ha construido principalmente en la postproducción. Es en la mesa de montaje que el cineasta encuentra el ritmo y el verdadero sentido de su película. Al igual que sucediera en “La Delgada Línea Roja”, en “El Árbol de la Vida” tenemos que de los 144 minutos que dura la versión comercial, el cineasta ya ha anunciado un montaje del director de seis horas, lo que hace suponer lo extenso del metraje que ha tenido que sacrificar para llegar al corte que hemos visto en las salas de cine.
“El Árbol de la Vida” es una cinta de fuerte mensaje panteísta, posiblemente en la que más ha remarcado esta filosofía su autor, y donde, una vez más, se debate el choque entre lo divino y lo humano. Como hemos visto, para Malick, lo divino es aquello que trasciende, que va más allá de su propia naturaleza para alcanzar una significación mayor; mientras que lo humano es lo que se detiene en lo particular y no es capaz de emerger de su propia existencia. Según el director, lo primero viene definido por el amor, mientras que lo segundo sucumbe al miedo, el odio, la frustración y la violencia. La historia de la nuestro planeta está plagada de ejemplos donde precisamente la violencia ha querido marcar la pauta de la evolución, como nos quiere mostrar el cineasta con el episodio de los dinosaurios, pero que por su propia naturaleza destructiva, acaba extinguiéndose a sí misma. Aquí volvemos a encontrar también esa constante distinción entre naturaleza y civilización propia del cine de Malick. La primera representa ese carácter divino, constante, eterno, integrador, mientras que lo segundo es un artificio, una construcción del hombre que, en su interés por imponer un orden de las cosas humano, no sólo acaba siendo violento y destructivo, también alienador y desplazador del tipo de personajes que pueblan las historias de Malick: rebeldes, parias, incomprendidos y desclasados.
Esa dicotomía entre Amor y Violencia, queda perfectamente identificada en la película en los roles de Brad Pitt y Jessica Chastain (el matrimonio O’Brien). El primero es presentado como un padre autoritario, más interesado en imponer una disciplina a sus hijos y aleccionarles para que sean agresivos en la vida que en demostrarles su amor y ser sincero con ellos. La segunda, por su parte, les trasmite lo que es la belleza, la concordia y la comprensión. A simple vista, el de él parece ser un rol activo y arrogante, mientras que ella se mantiene pasiva y sumisa; sin embargo, el desarrollo de los personajes demostrarán lo contrario, especialmente cuando el padre acabe confesando su frustración por ser un Don Nadie en una sociedad que prometía y exigía a sus ciudadanos el éxito y la felicidad, aunque sólo fuera de puertas afuera.
Fiel a su gusto por la voz en off, la cinta cuenta con tres voces narrativas, el Sr. y la Sra. O’Brien y su hijo mayor Jack, en su versión adulta interpretada por Sean Penn; sin embargo, la perspectiva desde la que se cuenta la historia es desde la visión de éste último en su preadolescencia, en esa etapa aún inocente, pero en la que ya empieza a cuestionar todo lo que le rodea, se rebela contra las figuras autoritarias y emerge la sexualidad (con síndrome de Edipo incluido). A través de la visión del niño, Malick evidencia también las diferencias sociales y raciales de la época, desmitificando uno de los supuestos períodos clave y de mayor ebullición de la sociedad y la cultura estadounidense, los años 50. No por nada, Jack (al igual que Malick en su juventud), pasará posteriormente a formar parte de esa juventud airada y desencantada de los años 60 y 70, que romperán con esa falsa armonía social y familiar que se propugnaba desde todos los estamentos.
A priori, “El Árbol de la Vida” está construida por dos bloques bien diferenciados y aparentemente inconexos, sin embargo, es la combinación de ambos lo que da un sentido y una mayor trascendencia a la película. Sin el apoyo del prólogo y el epílogo, la historia que nos presenta Malick no es más que una nueva variante de “Muerte de un Viajante”, una historia de fracaso y frustración en el contexto de una sociedad triunfalista e hipócrita. Con los dos anexos que incorpora el cineasta, esta trama se contextualiza en un argumento mayor, universal, donde esa idea de violencia inherente al ser humano se convierte en una constante de la existencia, de la lucha por imponerse en y al orden natural, pero que también está condenada al fracaso, siendo el reencuentro final lo que revalida el discurso de Malick acerca del Amor como único y verdadero motor de la vida.
Una vez más, la recepción de la película no ha dejado a nadie indiferente. Los seguidores del cineasta la han recibido como una obra maestra, un oasis en el desierto cinematográfico que nos presentan las carteleras actuales; por otro lado, sus detractores y parte del público que se acercaba por primera vez a una película de este autor han quedado entre indignados y desconcertados ante una película que demanda mucha complicidad por parte del espectador y le sitúa en un terreno cuando menos farragoso. “El Árbol de la Vida” dista de ser la mejor película de su director (ese honor se lo deberían disputar “Días de Cielo” y “La Delgada Línea Roja”), sin embargo, y aunque suene paradójico, no es descabellado afirmar que es su película más importante hasta la fecha. A nivel plástico es su trabajo más conseguido. Todos los apuntes estéticos que se han ido moldeando en sus películas anteriores aquí toman forma de manera definitiva. Mientras que en lo temático, se trata de una cinta que cubre todos los temas recurrentes de su director, pudiendo, como decíamos antes, englobar bajo su paraguas el conjunto de su filmografía, aportando una cohesión y un sentido de compleción que previamente estaba simplemente delineado. En su contra cuenta con que ese exceso de ambición puede resultar desproporcionado, haciendo que la conexión interna entre las dos tramas principales resulte forzada y pretenciosa. Como suele suceder con Malick, uno sigue quedándose con la sensación de que el cineasta se ha dejado en la mesa de montaje aquellos elementos que le hubiesen proporcionado a la cinta lo que necesitaba para terminar de afianzar todos los engranajes. Quizás cuando presente su anunciada versión de seis horas en formato doméstico podamos salir de dudas.
“El Árbol de la Vida” puede ser una buena oportunidad para establecer un punto de inflexión en la filmografía de su autor. Su carácter cohesionador puede dar por zanjado un discurso que se lleva elaborando desde 1973, proporcionando a Malick una vía abierta para, a partir de ahora, impulsar otro itinerario en su carrera. Este cambio podría haberse iniciado ya. Para empezar ya ha renunciado a una de las constantes de su trayectoria, el largo periodo de reflexión entre película y película, y ya tiene previsto estrenar el próximo año su siguiente trabajo, aún sin título, que estará protagonizado por Rachel McAdams, Rachel Weisz, Ben Affleck y Javier Bardem.
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