Ir a la peluquería se ha convertido para mí en algo tan desagradable como la vuelta al trabajo tras las vacaciones, los cólicos –nefríticos o menstruales-, que el móvil suene justo cuando uno acaba de entrar en el cuarto de baño o el cumplimiento anual del pago a Hacienda, por poner un par de ejemplos. Quizás sea por esa animadversión por lo que frecuento poco las peluquerías, donde la gente se hace el desriz chino, se pone keratina –o algo parecido-, se tiñe el pelo de colores distintos al suyo, camufla las canas, se da color, mechas, resplandores y lo que haga falta sin importarles que les pongan en la cabeza artilugios de todo tipo, incluido el papel albal de envolver los bocadillos… Todo con la única finalidad de volver al cabo del tiempo para repetir la misma operación porque las canas reaparecen, el color se vuelve original y los mechones lisos se encrespan a lo afro en cuanto se descuida una.
A la ‘pelu’ sólo voy cuatro veces al año y siempre con la misma –y fallida- intención: que me corten el pelo lo más corto posible para que a) parezca que estoy peinada sin recurrir al peine y b) en caso de tener que usar un secador no parezca que 1) soy una punki, 2) acabo de ver una película de terror y 3) he confundido el champú con goma laca.
Pero claro, una cosa es mi propósito y otra, la decisión de las peluqueras en cuyas manos caigo, todas ellas con una diplomatura en tratamiento capilar, corte y recortes, tinturas y embellecimiento del cuero cabelludo del Technology Institute of Sobradillo, Spain. Curiosamente, todas coinciden en dejarme el pelo más largo de lo que sería mi deseo con las más peregrinas explicaciones: no le favorece, está muy gorda para llevarlo tan corto, ahora no se lleva, se le va a notar mucho la caspa. En definitiva, hacen –cortan- lo que ellas consideran conveniente.
Coinciden en otra cosa: en peinarme justo como yo no quiero. A medio camino entre Rocío Jurado y el león de la Metro, lo que me obliga a lavarme la cabeza en casa inmediatamente después de haber pagado un dineral para que me hagan lo propio en la peluquería.
Si les das conversación, puedes descubrir aspectos insólitos de tu fisonomía. De hecho, una peluquera me cambió de sitio la raya del pelo con el contundente argumento de que la punta de la nariz y la maldita raya se alineaban a la izquierda y por tanto debía hacérmela a la derecha con la finalidad de equilibrar mi rostro. No vean lo que batallé con el pelo para que no se fuera al lado contrario del que me favorecía y cuando ya casi lo tenía controlado, tres años después, otra peluquera volvió a cambiarme de sitio la raya por otra no menos contundente razón: porque le dio la gana.
jajajaja
Carmen, siempre estás guapa…aunque no te peines.