Es un privilegio poder asistir, en primera fila, a los cambios que experimenta el espacio ciudadano en que nos desenvolvemos. Los procesos de transformación de las ciudades, con sus distintos ritmos, tienen todos los factores de atracción que favorecen un mejor conocimiento del medio.
No sólo es ver crecer una obra, ver dónde surge una plaza o un recinto donde había antes un solar abandonado o una edificación en ruinas, ver cómo se consolida una infraestructura en torno a la cual van surgiendo otras fuentes de producción y se alimentan las sinergias. Es también comprobar cómo se desplazan los núcleos de actividad, cómo se modifican los usos y hábitos sociales, como recobran dinámica zonas o sectores aletargados.
Otra cosa es discernir si es bueno o malo, debatir si es positivo o negativo, plantearse la sostenibilidad, aunque ello suene un poco grandilocuente; pero vivir de cerca, participar, siquiera de forma pasiva, en esos procesos es muy interesante.
Curioso: en los años cincuenta y sesenta del pasado siglo, y también en la década siguiente, el Puerto de la Cruz se abre al turismo con todas las consecuencias. Las plataneras y la pesca cedieron a los hoteles y al fácil acceso a los bienes de provisión. El consumismo cabalgó a ritmo de galope. El turismo de masas trajo, entre otras cosas, una propensión lúdica que se contagió con rapidez entre los nativos: frenesí, vida nocturna, diversión.
¿Y dónde casi todo eso sino en Martiánez? Allí las salas de fiesta, las discotecas, las cafeterías al aire libre, las celebraciones y los espectáculos, los espacios de ocio y disfrute popular. La coloquial, elemental y recurrente “vuelta a la avenida” era el principio de todo lo que podía encontrarse en Martiánez que llegó a albergar, no lo olvidemos, un circuito automovilístico, sustituido, con el paso de los años, por pruebas de atletismo y fiestas de la bicicleta.
Con el paso de los años, los hábitos consumistas fueron evolucionando, las exigencias de los turistas empezaron a ser otras y hasta los canales de diversión cambiaron. Se quería menos buliicio y menos ruido, mermó la vida nocturna y emergió con fuerza la competencia para captar segmentos de visitantes y ofrecerles las opciones y emociones que en el Puerto empezaban a ser otras. El esplendor de Martiánez empezó a ser historia.
En la última década, el cierre de establecimientos ha sido una de las constantes en la zona que, afectada también por obras prolongadas de distinta naturaleza, se ha hecho algo hostil, cuando menos incómoda. Como siempre, nunca llueve a gusto de todos: para unos por fin se puede dormir y hay menos peligrosidad; para otros, no hay atractivos, existe una sensación fúnebre, la constatación de la decadencia de un destino turístico.
Y así, se produce un desplazamiento de actividades comerciales hacia el centro, tomada la plaza del Charco como punto principal desde el que establecer cualquier delimitación. ¡Quién lo iba a decir! Casonas antiguas, inmuebles reciclados, locales rescatados… Los nuevos hábitos de diversión, especialmente los de los más jóvenes, van imponiéndose y van amoldando a los emprendedores a adecuar su oferta. Adecuar, que no dimensionar.
Lo cierto es que recobran las calles un movimiento perdido, si bien con la circunstancia agravante de aumentar la anarquía de la ocupación de la vía pública. Y en casas donde hasta hace poco convivían familias ahora hay música en vivo. O acogen restaurantes que invitan a ser visitados tan sólo por su fisonomía. Aumenta la competencia y los propietarios se esmeran: saben que estamos en un trance decisivo. Las redes sociales se encargan de sustituir los métodos convencionales de publicidad. Surgen nuevos nombres, nuevas marcas. La oferta aspira a ser plural en medio de las bondades climáticas y de las características del espacio urbano.
A todo eso asistimos, con natural expectativa, máxime cuando se está a la espera de contar con un Plan Especial de Protección del Casco Histórico que debería servir para sentar las bases de un modelo de ciudad.
Estamos pulsando los cambios, asistimos a una sensible transformación, no sabemos si para bien o como salida de una recesión que acogota. Y atención, porque no parecen modificaciones concebidas para los turistas sino para los nativos y para los ciudadanos insulares que prefieren el Puerto, aún con sus sombras, penurias o incertidumbres.
Curioso.
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