“Veo esto muy mal. Lo que toma aquí fuerza es algo que no se da ya en la Europa civilizada [???], y es el socialismo, en el fondo anarquista, de la CNT, y de otro lado crece el fascismo. Y uno y otro en una forma peor que de barbarie, de estupidez. La degeneración mental es espantosa. Están arrastrando a los mayores unos chiquillos corporalmente de 17 a 23 años, pero que mentalmente no llegan a los cinco años” (D. Miguel de Unamuno en una carta de abril de 1936, dirigida a uno de los amigos que había hecho en la isla de Fuerteventura, durante su confinamiento, don Ramón Castañeyra. Citado por Andrés Trapiello en “La República Ilustrada”, Nueva Revista, nº 133, pág. 198).
Es verdad que Unamuno en 1936 no podía siquiera imaginar que la civilizada Europa iba a entrar muy poco tiempo después en una guerra espantosa que estuvo precedida por la carnicería que fue la guerra civil española, y no digamos ya de acontecimientos muy posteriores como la guerra civil en la antigua Yugoslavia que, aunque nos parezcan acontecimientos lejanos en el tiempo y en el espacio están ahí, a la vuelta de la esquina de la “vieja Europa” tan civilizada ella. Y ya no es tanto que nos encontremos ante el fenómeno de que la historia es susceptible de repetirse en cuanto a la coincidencia de causas y fenómenos similares desencadenantes de los acontecimientos, sino más bien, ante el hecho incuestionable de que la estupidez es en cualquier tiempo y lugar un atributo propio de la condición humana contra el que hay que bregar a brazo partido si no queremos que termine por engullirnos y aniquilarnos en el marasmo que toda “conjura de los necios” siempre provoca.
Viene lo anterior a cuento del fenómeno denominado movimiento de los indignados o del 11 M en nuestro país. Un fenómeno que ha sido analizado no tanto por los sociólogos, como por algunos periodistas, lo cual ya de por sí y en gran medida ofrece pocas garantías en cuanto a contar con reflexiones debidamente fundadas y rigurosas, que nos permitan contar con criterios al menos orientativos para desentrañar las causas del referido fenómeno. Y es sabido que si no existe reflexión sobre las causas, difícil será encontrar remedio para enfrentar los problemas (sociales, políticos, económicos, jurídicos…) que tales causas originan. Lo que no parece en caso alguno procedente es embarcarse para navegar por un río de aguas turbulentas sin conocer el destino al que pretendemos llegar (actitud propia y casi que innata del romanticismo revolucionario propio de la juventud), pues esto a lo único que contribuye es a la desorientación y al mareo de los embarcados y, sobre todo, de los desembarcados, propiciando que en tal estado se cometan auténticas estupideces de las que una vez apeados del barco es complicado arrepentirse, y si así se hiciera por honestidad intelectual, de poco servirá ya cuando el barco hubiere naufragado.
En términos coloquiales, creo que somos muchos los españoles (sobre todo pertenecientes a la clase media) que simpatizamos con las razones que animan a los jóvenes (nuestros hijos e hijas) en su protesta contra el sistema o, al menos, contra el Gobierno de turno, el funcionamiento de las Instituciones y muchos de los privilegios que consideramos infundados que se han atribuido nuestros representantes políticos, entre otros, el de colocarse adrede una venda en los ojos que les impide ver que sus representados no son los militantes de su respectivo Partido político, sino todos los ciudadanos, les voten o no y comulguen o no con su respectiva ideología.
No estaría de más releer y aprender de tantos pensadores españoles, de derechas y de izquierdas, que a raíz de la tragedia de la guerra civil confirmaron plenamente los males que siempre conllevan las conjuras practicadas –consciente o inconscientemente- por los necios de este mundo.
Guillermo Núñez
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